Lunes, 24 de febrero de 2014 | Hoy
Por Eduardo Aliverti
Siempre es interesante pegarse una vuelta por el modo, espacio y profundidad con que los diferentes medios de prensa abordan el escenario noticioso, cualquiera sea su perfil ideológico.
Es una afirmación que puede parecer obvia. De hecho lo es, y mucho más desde que entre nosotros –en particular, o en forma muy destacada– se avanzó en el de-senmascaramiento de lo otrora citado como periodismo independiente. Hoy, ni siquiera quienes eran los mayores cultores de ese slogan se animan a sostenerlo aunque, es cierto, tampoco quieren, saben o pueden plantarse con definiciones explícitas sobre sus orientaciones políticas. En la prensa favorable al Gobierno, sea en la más alineada o en la más suelta, es habitual toparse con colegas que expresan su apoyo sin rodeos. Es decir: no suele haber subterfugios desde el vamos. Queda mucho más claro desde dónde se opina. En cambio, sí es improbable hallar quienes digan derechamente “soy periodista opositor”. Llegan hasta evitar el seguro papelón de rotularse independientes; pero de ahí para arriba continúa habiendo la pretensión de que sus datos, juicios y coberturas sean percibidos con origen en la cruda verdad, que estaría desprovista de todo interés político personal o corporativo. Reiterado este punto, la cosa es que lo obvio no va en perjuicio de que siga siendo muy didáctico medir la relación entre qué/cómo se comunica y el estado anímico-analítico de la inclinación e intereses a que los periodistas y medios respondemos. Vale tomar algunos ejemplos desde el último diciembre, cuando quedó cristalino que el Gobierno comenzaba a afrontar una de las etapas más difíciles, peligrosas, desafiantes, de toda su gestión, desde 2003. Contradicciones declarativas entre los funcionarios; nuevas restricciones para el turismo al exterior, con la enorme carga que eso significa en la construcción del enojado sentido común de la clase media (más que en su bolsillo); sensación o convicción de que el equipo económico era una murga de jóvenes improvisados y al cabo, nada menos, la relativa apertura del “cepo” y la devaluación, a fines de enero.
Durante esas instancias, el periodismo opositor anduvo de fiesta en fiesta gracias a una suma de errores y adversidades gubernamentales que –encima, o ante todo– se nutrían con la remarcación de precios por las dudas. Cualquier referencia a la corrupción oficial, sin ir más lejos, desapareció de portadas y portales. No hacía falta. Se buscara o se quisiese fugar por donde fuese, no había lugar, casi, para ensayar alguna defensa de política gubernamental alguna, incluyendo el calor más insoportable de que se tenga memoria en la zona metropolitana donde atiende Dios y sus consecuentes e imperdonablemente imprevistos cortes de luz. Eso fue diciembre y enero, con la prensa oficial, oficialista, simpatizante, mudada a refugios como el plan Progresar (una medida de largo aliento, estructural en su sentido social inclusivo y lamentablemente perdida en sus alcances de difusión, debido a que el combo general de pesimismo licuó el impacto que merecía tener); alguna andanza de la alcaldía porteña; denuncias u observaciones sobre la diferencia entre generación y distribución energéticas. No mucho más, si era por el abordaje general de la coyuntura y no por las columnas de opinión que intentaran poner un poco de serenidad racional en medio de semejante irritación. En otras palabras, un periodismo K, globalmente descripto, situado a la defensiva y a como pudiera. Por la vereda de enfrente, la crispación entusiasta trepó hasta promover que, ya, podía pensarse en un gobierno incapaz de arribar a diciembre de 2015. Ya mismo. No había que esperar ni un segundo para certificar la crudeza del diagnóstico. En ese panorama desolador que se trazaba, con varios de los más fuertes actores del mercado apostando a corroer, continuó sin importar en lo más mínimo qué tipo de salida institucional podría encontrarse ni, menos que menos, con cuáles alternativas de figuras concretas que estuvieran aguardando en el banco de suplentes. Todo alimentado, desde ya, por la “ausencia” imponente de Cristina como figura tranquilizadora, o pertinaz, o de liderazgo intacto, tras sus problemas de salud. Se desparramaron cuentas de reservas monetarias que no dan más; de internas, zancadillas y resentimientos en el elenco gubernativo –que los hay, y numerosos, aunque más inquietantes que graves– y de, quedó dicho y en síntesis, un gobierno más muerto que vivo, asimilable al final de Alfonsín. Así estábamos, para la unanimidad de la prensa opositora, hace menos de un mes. Nadie tiene cómo desmentirlo.
Contra todos los pronósticos de catástrofe inmediata y revelando que los vaticinios no tenían base técnica ni política, el graderío de la devaluación calmó los ánimos. Hay una cantidad de factores amenazantes, cómo no. Las paritarias, con la docente a la cabeza, vienen turbulentas. El viernes pasado quedó la imagen de que las partes están lejos de un acuerdo, más allá de que, como en toda negociación de esta índole, el uno arranque groseramente abajo y el otro excesivamente arriba. El sector automotriz, tras una cosecha inmensa de ganancias que lleva años, afronta dificultades propias de una serie de factores ligados al tipo de cambio, la relación con Brasil, los componentes de los vehículos; la franja de alta gama sufrió una caída espectacular; en las cámaras empresarias hablan de suspensiones, despidos y sobre turnos ahora innecesarios. Una mirada condescendiente diría que, al menos, hay plena vigencia de los convenios colectivos; que los sindicatos y los laburantes tienen cómo defenderse. Comparado con los ’90, da para celebrarlo con énfasis, pero ya se sabe que la gente no vive de recuerdos. Parecería que no se lo registra o que no importa, pero en todo caso es lo que es y con lo que debe gestionarse. De manera que el frente es de tormentas, pero también acabó resultando que la calamidad inmediata no ocurrió. Y entonces, observado febrero, la ecuación quedó invertida. De un mes para otro. De un día para otro, en los términos figurativos que se emplean para describir situaciones de esta naturaleza. Entre que la sustancia orgánica no era la que decían y que el Gobierno retomó la iniciativa, lo cual incluye algunas acciones de concientización en torno de cómo se forman los precios, pasó que el periodismo favorable al Gobierno se siente más confiado mientras el opositor volvió a Boudou, la inseguridad, que el insomnio ya es una epidemia y que siguen zarandeados los cargos del Consejo de la Magistratura. Es para tomar nota. Nadie dice que las idas y vueltas de cómo se manifiestan los medios determinan aspectos centrales, pero sí que sirven para establecer cuánto de profundo tienen algunos de sus análisis. Y especialmente en un país donde son los medios enfrentados al oficialismo quienes vertebran la agenda de la oposición.
También es así que se le confiere una cobertura descomunal no al tratamiento ligeramente equilibrado de lo que sucede en Venezuela, sino a agitar en forma descarada –e ignorante, en el mejor de los casos– contra el gobierno de Maduro. Se permiten hablar de una dictadura opresiva en torno de un proceso que lleva dieciséis años de ratificación popular, en urnas jamás cuestionadas ni adentro ni afuera. Un gobierno que viene de ganar las elecciones hace dos meses, en el 75 por ciento de los municipios, habiendo sumado un millón de votos. El presidente venezolano brindó el viernes a la tarde una exposición y conferencia de prensa, ante los corresponsales extranjeros en Caracas. Contestó una por una, siempre con largura exótica pero nunca sin detalles precisos, las imputaciones de que su gestión reprime a lo pavote. Detalló las circunstancias habidas detrás de cada muerto, las identificaciones y sospechas firmes acerca de los infiltrados, el modo en que se financian, la intervención desembozada de los Estados Unidos. Se quedaron mudos hasta los periodistas de la CNN, que tanto quieren preguntar. Mudos. El sábado no hubo prácticamente una línea dedicada a ese encuentro del presidente venezolano con la prensa acreditada en su país. Y por supuesto que no es ociosa esa forma, y ese fondo, en que los medios opositores de aquí tratan el tema. Porque resulta igualmente desvergonzado el subtexto de que Argentina es prima hermana de la tiranía de Venezuela. Los emparienta el odio, vaya con la novedad. El odio de clase. El racismo. Ese resentimiento contra que por abajo pasó a haber un carnet de identidad visibilizada, con necesidad de reparación en alguna medida satisfecha, sin que por eso los ricos hayan dejado de ganar plata a chorros, ni la clase media dejado de consumir todo lo que es accesible a su carácter de jamón del sánguche. Si se quiere paradójicamente, esos medios y esos sectores que operan, piensan, sienten, dicen o repiten, tienen razón. Coincidimos. Por muy distintos motivos ideológicos, pero coincidimos. Lo de Venezuela es cosa nuestra. Como lo es lo de Evo, lo de Correa, hasta lo de Brasil con sus bemoles y ni qué hablar de Cuba. Lo de esos parias mundiales o experimentos latinoamericanos sumergidos en el populismo que siempre termina mal, según sostienen las derechas sin cansarse. Habría que detenerse en cómo terminan los gobiernos de esas derechas, si es justamente acá, en el patio de atrás; y es indiscutible que nadie tiene la vara para saber cómo se terminará si se sigue genéricamente hacia izquierda. Pero, por lo pronto, el ataque sobre Venezuela refleja que hay gente muy nerviosa donde se mueven las piezas del tablero mundial; y donde esos nervios se reproducen porque los parámetros del egoísmo social se ven afectados.
De manera que sí. Estamos de acuerdo con la derecha y con sus medios. Según como se pare cada quien por lo que acontece allá, será la escala de valores con que nos manejemos aquí.
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