Sábado, 7 de febrero de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Elina Malamud *
Mi abuelo Morduch Gurewitsch era bolchevique. Quién sabe en qué momento de fin del siglo XIX o principios del XX se fue de Chechersk a Gomel para estudiar. Era la parte de Rusia en proceso de industrialización que hoy se llama Bielorrusia. Cambió su torá tan vapuleada por escritos prohibidos que hablaban de un mundo más justo y así fue que se vio comprometido en la revolución de 1905, simbolizada bellamente por Eisenstein en El acorazado Potemkin y en el cochecito de bebé que rueda infinitamente por las escaleras de Odessa. Se escapó del zar rumbo a Berna, ahí estudió bioquímica y partió después a Sudamérica, seguido por mi abuela, Malka Lifschitz, licenciada ella en letras eslavas. Me encantaría hacer un agujerito en el diploma de Morduch, que cuelga enmarcado en la pared de mi living, para espiar al otro lado del tiempo esas dos vidas suyas, la del militante que no fue como Pavel Vlásov, el romántico revolucionario de la novela de Gorki, y la del estudiante emigrado que arrastró su pobreza del Este, que tal vez se haya codeado con Rosa Luxemburgo y cuya tesis final en la Universidad de Berna me regodeo en encontrar una y otra vez en Internet: Ueber einige Amidoderivate der Schwefelsa”ure, Inaugural-Dissertation... von Morduch Gurewitsch, 1910. Como tantos migrantes del Este de Europa que en aquella época se largaban a Palestina, a Estados Unidos, al Brasil, a Inglaterra, a Argentina, llegaron a Buenos Aires por 1911, pero nunca abandonaron la ilusión de volver a participar en la gran avanzada que cambiaría el mundo.
Los judíos socialistas del Bund en el que militó mi abuelo, según me explicaba Yeña, mi dulce idishe mame, imaginaban una sociedad futura igualitaria y sin explotados, en la que no existirían las fronteras nacionales y la única patria sería la clase trabajadora. En la izquierda de Poalei Tzión, en cambio, seguidora de Ber Borojov, consideraban que una historia común, una economía alejada de la producción primaria y un pasado lingüístico que los reunía conformaba a un grupo humano al que sólo le faltaba un territorio para constituirse como pueblo y ese territorio estaba en Palestina, donde deberían afincarse si querían recuperar su relato legendario y llevar la buena nueva de la revolución proletaria a los campesinos de Oriente Medio. No los juzgo. Sólo quiero contar cómo eran. Todos eran judíos socialistas que migraron como mi familia.
Moisés Malamud, mi padre, nació a principios del siglo pasado cerca de Kishiniov, la capital de Moldavia, que en esa época se llamaba Besarabia y era también parte de la Rusia de los zares. Venía de una familia menos intelectual, más atada a la tradición religiosa y dispuesta a crecer en esa Argentina promisoria de leche y miel que fue refugio de emigrantes de toda la Europa del hambre, la persecución y la guerra. Mi abuelo Elías, un pobre mameligue alimentado a polenta, se vino a Buenos Aires antes de que empezara la guerra ruso-japonesa, a dormir de noche sobre el mismo mostrador en el que trabajaba de día, pero ya había progresado a kventenik –vendía “por su cuenta”– ofreciendo colchas de puerta en puerta, cuando toda su prole llegó a su encuentro. Hoy es una familia de doctores y comerciantes, estancieros y rentistas y hasta políticos que fragotearon con el general Bonnecarrére en los años convulsos que caracterizaron nuestro medio siglo y la caída del gobierno de Perón.
Así y todo, Moisés se fue, recién recibido, a constituirse en el único médico del Dock Sud, en la época de Barceló y Ruggierito, donde atendió con la misma solicitud a laburantes y malandras; organizó una cooperativa de médicos en Avellaneda que pronto quedó en manos de los que querían transformarla en una clínica privada de médicos directores y médicos asalariados. Entonces, ya director del Hospital Fiorito, fundó la cooperadora que todavía existe, cuando creyó que, si las partidas no alcanzaban, era lícito pedir ayuda a las fuerzas vivas de la ciudad y hoy un pequeño busto, en el patio del hospital, recuerda su trayectoria. Así fue, así es mi familia judía.
Así como esos vecinos que fundan un club de barrio para reunirse a bailar pasodoble, tango y cumbia, a jugar al truco, a rifar una bicicleta para construir la canchita donde ellos y sus hijos puedan ejercitar algún deporte, terminan cooptados por las millonadas obscenas de los traficantes de jugadores de fútbol, así también la mutual judía y la delegación de entidades judías, herederas de la primera cooperativa agrícola de Sudamérica fundada en 1890, en la sinagoga de piso de ladrillo de Basavilbaso, continuadoras del Bund y del teatro IFT, hoy están en manos de empresarios y rabinos que tejen sus negocios y sus políticas pro israelíes, programan la currícula de la educación comunitaria, deciden quién es suficientemente judío y quién no lo es para morir su eternidad en los cementerios que ellos administran... votados por ellos mismos.
Y la culpa es mía, es nuestra, nuestra de todos los judíos que priorizamos la vida ciudadana y no nos sentimos llamados a actuar en el seno de nuestra minoría étnica. Somos cientos de miles los judíos y judías argentinos y argentinas que no hemos sido obligados a continuar nuestra infancia y juventud en la colonia de verano de Summerland, ni a remar en Hacoaj, ni a jugar al vóley en Macabi, ni a hacer vida cultural en Hebraica, ni a ir a la sinagoga porque no creemos en la existencia de dios, ni a mandar a nuestros hijos al colegio Weitzman ni al Wolfsohn, ni nos hemos casado con un buen judío sino con un compañero de la facultad o de la militancia o con el hermano de una amiga del barrio que no profesaba nuestra religión ni tenía la misma historia del templo arrasado pero compartía nuestros ideales y nuestra esperanza de un mundo más justo. Somos cientos de miles los judíos y judías argentinos y argentinas que no estamos representados por la AMIA y la DAIA, que no comulgamos con las dirigencias israelíes, que lamentamos la derechización de una sociedad que se olvidó del kibutz y de los motivos que llevaron a sus antepasados a Palestina, y nuestras organizaciones comunitarias no tienen por qué convertirnos en sus adláteres, en sus defensores, en sus cómplices. Somos los que queremos una Palestina sin territorios ocupados, donde nadie se crea superior ni explote al otro y una dirigencia independiente que no pretenda colocar a nuestra minoría en un estamento ideológico que no le corresponde, porque los judíos somos muchos y pertenecemos a corrientes políticas diversas.
Es así que esos judíos deberíamos haber tenido una participación más activa en las instituciones comunitarias, o quizá, aún estemos a tiempo de crear otras nuevas en las que la diversidad de pensamiento y una visión del mundo más amplia no nos recluyan en estructuras manoseadas por miserias locales, mezquindades empresariales e intereses globales. Los judíos debemos hacer el mea culpa y recuperar el espíritu solidario de los fundadores de estas instituciones hoy cuestionadas, pensando en sus mutuales, en sus cooperativas y en los grandes hombres y mujeres de nuestra etnia que dedicaron su vida a la lucha por un mundo mejor y que ya han sido vastamente nombrados en los varios artículos que tantos judíos hemos publicado últimamente en los medios.
* Escritora y periodista.
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