Martes, 26 de mayo de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Vicente Battista *
Es cierto, ingresar constituyó una ardua tarea: los encargados de distribuir las pulseras identificadoras, inmutables, con ojos de lince y paciencia de monje tibetano, revisaban una y otra vez la planilla, para finalmente sentenciar: “Usted no está en la lista”. Era inútil exhibir las vanas tarjetas de invitación: no éramos parte de esas listas en las que, justo es decirlo, faltaban por igual personajes estelares del arte y de la política y gente del montón. En la calle reinaba la alegría, se cantaban nuevas y viejas consignas bajo el sonido de unos bombos entusiastas que redoblaban sin descanso, todos celebraban la inauguración que se produciría un rato después. Las tarjetas identificadoras aparecieron en el momento justo y pudimos ingresar al Centro Cultural Kirchner, esto fue lo que de verdad importó. Aunque no para todos, el pasado viernes Clarín se limitó a ofrecer la noticia como si se tratara de la inauguración de una canchita de papi-fútbol, el sábado bajo un título alarmante, “El legado de un centro cultural majestuoso y a costos siderales”, una voluntariosa periodista de ese diario, que en una nota de la víspera cuestionara lo dificultoso que resultó el ingreso, ahora centraba su inquietud en el costo real de un piano Steinway, mentaba un error de cálculo del ministro de Planificación, e indicaba que la ministra de Cultura “lucía tensa”. Dos colegas del mismo diario, con el noble propósito de no dejarla sola ante tanto desaliento, se indignaron porque el Centro tenía el nombre del fallecido presidente que lo había ideado e impulsado. Permítaseme una digresión: en 1969, no bien asumió la presidencia de Francia, Georges Pompidou imaginó un centro cultural que se iba a llamar Beaubourg, en el mismo sitio en que se emplazaba el viejo mercado del barrio Les Halles. El 31 de enero de 1977 el presidente Valéry Giscard d’Estaing lo inauguró, ahora con el nombre definitivo de Centro Cultural Pompidou, en homenaje al hombre que lo impulsara y que había muerto tres años antes. No tengo el Clarín de aquel día, pero estoy seguro de que con loable emoción habrán consignado todo lo que iba a significar esa obra para el arte y la cultura de París y de toda Francia, tampoco creo que hayan cuestionado el nombre que las autoridades galas eligieron para ese centro.
La Nación fue más ecuánime, si bien cuestionó detalles vinculados con la política kirchnerista, reconoció el alto valor de esa obra: “Con un aforo casi igual al del Musikverein vienés, aunque menor al de la Berliner Philharmonie, la hermosa Ballena Azul es una de las salas sinfónicas más grandes del mundo, en una ciudad y en un país donde, hasta la inauguración de la Usina del Arte, se carecía por completo de salas de ese tipo, dado que el Teatro Colón es en verdad una sala eminentemente lírica. La importancia de esta sala, como la recuperación misma del espacio del Palacio de Correos, está fuera de discusión”. No faltaron, claro está, las indignadas voces de esos indignados y anónimos lectores que al pie de la noticia se empeñan en comentarla. Entre las frases consabidas: “despilfarran el dinero público”, “lo hacen con la plata de los jubilados”, “un monumento a la corrupción”, hubo una que cuestionó el mal uso del dinero: “con lo que se utilizó para la puesta en valor de ese viejo edificio podrían haberse construido cerca de 240 escuelas en todo el país”. No es mala idea, sólo que nos quedaríamos sin un formidable centrocultural y apenas hubiéramos sumado 240 escuelas a las 1503 construidas hasta el año 2013.
El día de la inauguración ingresamos por la entrada de la calle Sarmiento: es el área histórica del edificio, ahí se conservan, restaurados, los vitrales y mobiliario de la época. Encontré los mismos mostradores que en los años ’60 yo cubría con sobres y paquetes que contenían los ejemplares de El escarabajo de oro, listos para ser enviados a las diferentes provincias y al exterior; entonces los libros y las revistas culturales gozaban de tarifa reducida. Ignoro si en tiempos de la última dictadura cívico militar se mantenía esa licencia, en caso de mantenerse dudo que alguien se haya atrevido a utilizarla: el envío de libros o revistas culturales podía costarle la vida al remitente y al destinatario. Un pasado que no hay que olvidar, del mismo modo que es importante tener presente que en 1997 el Palacio de Telecomunicaciones quedó en manos de la familia Macri. En 2003 el Grupo Macri tuvo que devolverlo, junto con la totalidad de lo que constituía la empresa Correo Argentino: la emprendedora familia, desde 1999 había olvidado pagar el canon, por lo que le debía al Estado argentino algo más de quinientos millones de pesos. Un conocido periodista, que alguna vez ejerció la medicina, lamentó no haber visto al jefe de Gobierno de la Ciudad en el acto de inauguración. “A lo mejor lo invitaron y no pudo ir. Pero no estaba”, confirmó. Efectivamente, Mauricio Macri fue formalmente invitado, pero optó por no asistir. Es comprensible, hubiera sido doloroso regresar a ese inmenso palacio que alguna vez perteneció a su familia y que él, fiel a la tradición patriarcal, les habrá mostrado a sus hijos mientras les prometía: “Todo esto alguna vez será de ustedes”. No pudo ser. Hoy es un centro cultural de 116.884 metros cuadrados, con una gran sala de concierto para 1950 espectadores, una de cámara para 600 personas, un espacio colgante de 2200 metros cuadrados para exposición de arte, 16 salas de ensayo, además de una cúpula vidriada en la que funcionarán un auditorio y seis salas multiuso. Los arquitectos Daniel Becker, Claudio Ferrari, Florencio Schnack, Enrique, Federico y Nicolás Bares, más de quinientas empresas pymes y cerca de mil quinientos obreros de la construcción fueron los que pusieron en valor este palacio de la cultura considerado el más grande de América latina y uno de los más grandes del mundo entero.
Es cierto, tal como se ocupó de informar la prensa seria e independiente, ingresar el día de su inauguración constituyó una ardua tarea.
* Escritor.
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