Lunes, 7 de diciembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › LOS ALEGATOS EN EL JUICIO POR LOS CRíMENES COMETIDOS EN LA PERLA Y CAMPO DE LA RIBERA
Luciano Benjamín Menéndez ya cuenta con diez condenas a perpetua y ahora enfrenta las solicitudes de penas presentadas por las querellas del juicio que se desarrolla en Córdoba. El proceso judicial lleva tres años y concluiría a mediados de 2016.
Por Marta Platía
Desde Córdoba
Luciano Benjamín Menéndez se supera a sí mismo. A sus diez condenas por cadena perpetua y otras dos más por una veintena de años cada una, el represor de 88 años ha sumado en las últimas semanas dieciséis nuevos pedidos de prisión perpetua en la etapa de los alegatos que se vienen sucediendo en el megajuicio La Perla-Campo de La Ribera. Cuando este juicio llegue a su fin (“tal vez en julio del año que viene”, según le anticipó a este diario el fiscal Facundo Trotta), el multicondenado ex general habrá sumado por alegato más de 350 pedidos de prisión perpetua por cada una de las víctimas desaparecidas por las que se lo está juzgando en este proceso, que será el más largo de la historia jurídica argentina. Cuando se esperaba que los dolores que provocaron los testimonios de sobrevivientes y familiares de las víctimas al fin hubiesen pasado, y que los abogados enfriasen el ambiente con sus alegatos, los asistentes a este megajuicio tienen en claro que no es así: desde se comenzó a alegar se ha desatado un lacerante vendaval de historias que –todas agrupadas y ahora que ya se escucharon 581 testigos– se padecen como si se tratara de un atroz caleidoscopio del mal. El querellante Horacio Viqueira fue quien dio el puntapié inicial. Junto a su colega Aukha Barbero, representaron a Vicente Fernández Quintana: un escribano asesinado a sus 68 años, cuando el hombre buscaba a sus dos hijos secuestrados. Una patota comandada por Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas”, y Ernesto “el Nabo” Barreiro lo secuestró el 15 de mayo de 1976 de su casa en Río Tercero y lo llevó hasta La Perla, donde lo torturaron a picana y palo hasta matarlo. La sobreviviente Liliana Callizo atestiguó que el represor especialista en torturar “a dos picanas”, Luis Manzanelli (quien murió de pulmonía hace pocos días) le dijo: “Fue muy duro. Vos sabés, Flaca, un padre nunca entrega a sus hijos”. Callizo dio cuenta de la terrible agonía de Fernández Quintana. Lo torturaron con una combinación que resultaba letal: palo más picana eléctrica. Los riñones dejaron de funcionar. La muerte llegaba entre dolores lacerantes, el cuerpo hinchado, afiebrado. “Nosotros lo recordamos con respeto, con cariño. El se mantuvo solidario con sus compañeros y fue digno hasta el final”, dijo la mujer en su testimonio. Barreiro, Vergez y compañía, no sólo perpetraron su muerte: también le quemaron la casa, su estudio y hasta una quinta que tenía en las sierras.
Viqueira hizo un alegato detallado, en el cual repasó los comienzos del Comando Libertadores de América en Córdoba, el CLA: una especie de Triple A local integrada por sicarios de la policía que operaban en el D2 y el Ejército. El CLA respondía a Menéndez, Vergez y Barreiro, y se dedicó a asesinar y desaparecer aún antes del 24 de marzo de 1976. Llegado su momento de alegato, la querellante por Abuelas de Plaza de Mayo Marité Sánchez les apuntó a esos crímenes de lesa humanidad previos al golpe. Sánchez defendió la primera causa por robo de bebés que ha llegado a juicio en Córdoba: la del nieto de Sonia Torres, la titular de Abuelas-Córdoba, cuya hija Silvina Parodi, de 20 años, estaba embarazada de seis meses y medio cuando la secuestraron junto a su esposo Daniel Francisco Orozco, el 26 de marzo de 1976. Además, se llevaron a los otros hijos de Sonia Torres: Luis y Giselle, al padre de la familia, a la novia de Luis y a dos amigos que estaban en la casa. Tenían el teléfono intervenido. La propia Sonia fue pateada hasta en el momento en que la liberaron: “De un puntapié volé y caí de rodillas en los adoquines que hay entre la D2 y la Catedral”, recordó ante Página/12.
La abogada afirmó que “Silvina Mónica Parodi era una perseguida política y lo fue mucho antes de que la privaran de su libertad y su vida”. Sánchez detalló todo el peregrinar de Silvina, ya secuestrada, por celdas clandestinas. Las torturas a ella y a su marido en La Perla, el nacimiento del bebé del cual hubo un testimonio fundamental, ya que una mujer, Silvia Acosta, no sólo la vio en la maternidad el día del nacimiento, el 14 de junio de 1976, sino que relató las circunstancias en que ocurrió. “Ella (Silvina) tenía la pancita torturada, quemada por la picana y cigarrillos.” La testigo contó que la escuchó gritar y gemir “que no quería que el bebé naciera porque se lo iban a robar”. La abogada Marité Sánchez hizo hincapié en el silencio de las monjas del Buen Pastor y las declaraciones de la testigo Laura Marrone, quien contó ante el Tribunal que en 2009 fue a ver a un geriátrico en las sierras cordobesas a las monjas, donde ella misma estuvo cautiva. Que les preguntó por el bebé de Silvina, y que una de ellas deslizó que “hay un muchacho en Río Cuarto”. Aunque luego cerraron filas y se negaron a hablar hasta hoy.
Sánchez pidió al Tribunal la pena de prisión perpetua para Menéndez y su patota. Se apoyó, como en casi todos los casos, en la teoría del “dominio del hecho” del alemán Claus Roxin, que se aplicó en el proceso contra el criminal nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. Esto es: un autor mediato que, si bien no apretó el gatillo, sí dio las órdenes y facilitó los medios para la comisión de los crímenes y, por lo tanto, es mayor su responsabilidad.
Sobre el robo del bebé, la abogada recalcó: “Se trata de un desaparecido vivo. El delito se está cometiendo en este mismo momento, puesto que no ha cesado hasta ahora. Además se le ha sustraído su identidad y su familia”. Sánchez encuadró los delitos cometidos en la figura de genocidio, ya que se quiso exterminar a una toda una generación. Antes de terminar, en la sala repleta, y por primera vez en décadas, se vio llorar a Sonia Torres, la Abuela de 87 años. Fue algo que nadie esperaba y para muchos resultó casi insoportable. Sonia es conocida por su fuerza, por su frase “llorar no sirve para nada”. Pero a la tensión que sumó entre los pedidos de condena –esa especie de meta a la que arribó luego de casi cuarenta años de lucha–, hubo de sumarle ver el rostro resplandeciente de su hija sonriéndole en blanco y negro desde la pantalla gigante donde los querellantes proyectan imágenes y documentos de la época. Demasiado para cualquier corazón.
En el final, y en un esfuerzo que conmovió por su entereza, Marité Sánchez –quien también fue prisionera de la dictadura y parió a una de sus hijas esposada de una mano y un pie a una cama– concluyó: “Dedicamos este alegato a los hijos de las embarazadas que dieron a luz en la oscura dictadura militar, para que puedan encontrar el cordón umbilical que los una a su propia historia”. Nada menos que el hilo conductor que guía a las Abuelas de Plaza de Mayo en los últimos tiempos: que sean ahora los nietos –hombres y mujeres de treinta y pico, cuarenta años– quienes las busquen a ellas.
Desencajado cuando lo acusan de ladrón, a Menéndez en cambio no se le mueve un músculo de la cara cuando le atribuyen uno de los crímenes más bárbaros y revulsivos que haya cometido la dictadura argentina: la decapitación y exhibición de la cabeza de una de sus miles de víctimas, el abogado Miguel Hugo Vaca Narvaja, de 60 años y padre de doce hijos.
El presidente del Tribunal Oral Federal N° 1, Jaime Díaz Gavier, tuvo que amenazar a Menéndez –alias “Cachorro” o “la Hiena”– con sacarlo con la policía, cuando el ex jefe del Tercer Cuerpo protestaba furioso desde su butaca y llamaba mentiroso al querellante que alegó por la causa Mackentor, el “Papel Prensa” cordobés. El abogado Juan Carlos Vega se vio varias veces interrumpido por el represor, que no pudo controlarse cuando en el alegato se lo acusó de ladrón y se dejó probado que él mandó a matar, secuestrar y torturar a los accionistas y empleados de ésa fábrica, atribuyéndoles “sostener económicamente a la subversión”, para intervenirla y beneficiar a otros grupos económicos. La empresa de la familia de Natalio Kejner, quien murió en México hace pocos meses, fue saqueada y quedó desmantelada. Sus negocios pasaron a manos de otras (en este caso Supercemento) beneficiarias de los militares en el poder. Tal como ocurrió en Buenos Aires con la familia de David Graiver y Papel Prensa.
En cambio, Menéndez ni se inmutó cuando se lo acusó de la decapitación y exhibición de la cabeza de Vaca Narvaja. Tanto él como su cómplice, el ex coronel Raúl Fierro, continuaron su siesta paquidérmica mientras la querellante Patricia Chalup alegó y lo señaló como el responsable de esa barbarie. El relato de la historia de Vaca Narvaja provocó zozobra: una pulsión intensa aterró el semblante de los presentes en la sala y aún los de los jueces. Un hombre fue arrancado de su sueño a las dos de la mañana del 10 de marzo. Una patota casi derribó a golpes su puerta. Un adolescente de 16 años, el menor de una docena de hijos e hijas, estudiaba en su cuarto. Los vándalos entraron de civil, con armas largas, humillaron al hombre y a su esposa, Susana Yofre. El hombre alcanzó a decirle al hijo que cuide a la madre. Se lo llevaron en un baúl. No fue fácil meterlo, medía más de un metro ochenta. El hijo mayor, que llevaba el mismo nombre del padre, ya estaba preso y a disposición del PEN desde noviembre. Lo fusilaron simulando una falsa fuga en agosto de ese año. Pocos días después del secuestro, la familia debió huir para salvar la vida. Veintiséis en total: trece niños y trece adultos. México fue el destino. Años después del exilio, se pudo ir desgranando lo padecido por ese hombre. A Miguel Hugo Vaca Narvaja padre lo llevaron al Campo de La Ribera. Lo torturaron días y noches. Una colega, Amparo Fischer, atestiguó haber escuchado una discusión “entre un hombre grande con los torturadores”. Un guardia le dijo: “Ha tenido mala suerte, ha caído justo con Vaca Narvaja, el tesorero de los Montoneros”. Vaca Narvaja había sido ministro del Interior del presidente Arturo Frondizi. Dos veces presidente del Banco de Córdoba. Profesor universitario. De raigambre radical, su hijo Fernando fue uno de los que logró fugar de Trelew. Uno de los fundadores de Montoneros. En cautiverio, los represores quisieron obligarlo a firmar una declaración de repudio contra ese hijo. No lo hizo. “Mi padre tuvo doce hijos, doce universos. Nunca iba a renegar de ninguno de nosotros”, declaró Gonzalo, el que pudo ver cuando se lo llevaban.
La reconstrucción de lo ocurrido desespera: un chico, Juan Manuel Blanes, encontró en abril del ’76 una cabeza humana en una bolsa, cerca de las vías del tren en barrio Alta Córdoba. Asustado, buscó a un vecino, Carlos Albrieu, un joven estudiante de biología para que le ayudase con el hallazgo. Albrieu dio testimonio de lo ocurrido en este juicio: “Le faltaba un ojo. Tenía un bigotito fino, la nariz alargada, rasgos europeos. Se notaba que la habían mantenido en formol u otro conservante, por la coloración amarronada que tenía. ¿Con qué fines? No sé”.
Otra testigo, Valentina Enet, que por entonces buscaba a su propio hermano secuestrado, aportó otra pieza a la reconstrucción: “Mi padre era ingeniero. Logró por contactos una cita con Fierro. Cuando estábamos con él en su oficina del Tercer Cuerpo, Fierro recibió una llamada de (Francisco) Primatesta. Salió corriendo. Nos dejó solos. Yo me tiré sobre el vidrio de su escritorio porque debajo tenía muchas fotos. Casi todas con puntitos rojos como de sangre y marcas con lapicera. Una, la más grande, me llamó la atención: no tenía cabeza”. El regreso súbito de Fierro, el susto de la chica y su padre, y Fierro que sonríe: “Ah, veo que estuviste mirando mi álbum de recuerdos... Pero a ése no lo vas a reconocer. Le falta la cabeza. Pero tu papá sí que lo conoce. Es Vaca Narvaja. Eso les pasa a los padres de los subversivos que buscan a sus hijos”. En la sala, la cámara que filma todas las audiencias enfocó el rostro del hijo mayor, Gustavo Vaca Narvaja, médico cirujano, escritor: los ojos enrojecidos, las mandíbulas atenazadas. No llora. Resiste.
La querellante Patricia Chalup pidió prisión perpetua para los criminales de Miguel Hugo Vaca Narvaja (es el abuelo del actual juez Federal N° 3). En las caras de los acusados Menéndez, Fierro y Gustavo Diedrichs no hubo gesto alguno. “Matar para ellos era hacer Patria”, había aseverado Chalup. El ensañamiento es el sello de este crimen. Como en el caso de la familia de Mariano Pujadas. fusilado en la base Almirante Zar, luego de la fuga del penal de Trelew en 1972. Su padre, su madre, su hermano, hermana y su cuñada, Mirta Yolanda Bustos, fueron atormentados, asesinados, echados a un pozo y dinamitados en agosto de 1975. O la tortura hasta el desollamiento que padeció Marcos Osatinsky, y que continuó posmortem cuando secuestraron su féretro y lo volaron de camino a Tucumán.
Osatinsky fue otro de los militantes que pudieron huir de ese penal patagónico. Menéndez, Vergez, Fierro, Barreiro y el resto de la caterva no perdonaron esa fuga y destrozaron, literalmente, a cada uno de los miembros de esas familias que pudieron atrapar. “Querían borrar nuestro apellido de la faz de la tierra”, declaró aquí Sara Solarz de Osatinsky, a quien también le mataron sus hijos de 19 y 15 años. Vergez en persona la buscó en la ESMA, donde la mantenían cautiva, para contarle, rebosante de morbo, los detalles de la literal cacería que montaron contra los jóvenes.
Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas”: un represor pirómano que “gozaba con el fuego”, según contaron los sobrevivientes. Andrés Remondegui describió, aún aterrado, cómo lo ató a una silla dentro de una casa, “roció ésa y otras habitaciones con nafta y prendieron fuego. Todo empezó a arder. Creí que ahí terminaría... Que me quemaba vivo. Me sacaron cuando las llamas casi me alcanzan”. Los alegatos no dan tregua al espanto.
Lo que en los primeros juicios eran historias cuasi aisladas, se rearman ahora de un campo de concentración a otro. De un secuestro grupal o individual; a fusilamientos y muertes compartidas. “Mi mamá fue compañera de ‘traslado’ (muerte, en la jerga) de tu viejo”, suele escucharse entre los jóvenes hijos. Se han tejido, en estos años, entramados de hermandad que no existían como tales antes de 2008. Y si se conocían, no vibraban con la intensidad que tienen ahora.
Alicia De Cicco de Moukarzel estaba casada con el médico René Moukarzel cuando la secuestraron el 15 de diciembre de 1975. Su marido ya estaba preso a disposición del PEN en la cárcel UP1. El fue uno de los 31 presos políticos asesinados en el invierno de 1976, y por los que el dictador Jorge Rafael Videla y el propio Menéndez fueron condenados a prisión perpetua en cárcel común en 2010.
Alicia era maestra, “tenía los ojos muy grandes, le decían la Turca” y fue torturada en el Campo de La Ribera. La sobreviviente Teresa “Tina” Meschiati declaró haber visto su foto: “Estaba muerta. La habían torturado mucho. Tenía marcas como si la hubiesen estrangulado”. Eso fue confirmado por Liliana Callizo. Ella contó lo que el represor Vergez le dijo: “Esa chica de ojos tan lindos fue muy dura conmigo. No quiso hablar conmigo. Yo la torturé. La ahorqué con mis propias manos”. Liliana agregó que el asesino le dijo que Alicia era una persona “educada, preparada y valiente”; y que habían pretendido sacarle información tanto de ella como de su esposo que estaba detenido, pero que ella no habló.
René Moukarzel, su compañero, también sufrió una muerte “a mano”: el ex teniente Gustavo Adolfo Alsina se ensañó con él cuando lo vio recibir un paquete de sal de un preso común a través de las rejas. Lo estaqueó desnudo en el patio de la prisión UP1, del 14 al 15 de julio de 1976. Según el Servicio Meteorológico –en un informe pedido por el Tribunal– ese día hubo 6 grados bajo cero y cayó agua nieve. Moukarzel, que medía casi dos metros, era un hombre fuerte y joven. Tardó en morir, aun cuando era asmático. Los estertores de su pecho en su esfuerzo por respirar fueron escuchados por cientos de prisioneros que padecieron su agonía por casi 24 horas, y la relataron en una trama coral desgarradora: las mujeres presas desde sus celdas, los enfermeros, los guardiacárceles, los presos políticos y comunes que contenían la respiración por miedo a que la de él ya no se escuchara; los pacientes en la enfermería y, en el final, la imagen del asesino blandiendo triunfante, por los pasillos del penal, los anteojos de su presa muerta. La descripción de la euforia del “teniente Alsina” fue shockeante. El crimen de Moukarzel, por su sadismo, no fue olvidado. Uno de los conscriptos de entonces se acercó al juicio para dar testimonio de que vio cómo tiraron su cadáver en la parte trasera de un camión y lo taparon con una lona antes de llevarlo a la morgue, a la desaparición.
En el juicio de 2010 se supo del crimen de Moukarzel. En éste, del ahorcamiento de Alicia, su esposa. En la sala, sus familiares lloran y se abrazan. Y con ellos, los familiares de los que compartieron sus muertes.
“Soy Oscar Domingo Chabrol. Me quieren matar. 18 octubre de 1975”: escrito “con una uña o algo punzante” en la pared de un calabozo de la D2 al ras del piso. Otra prisionera, Marta Rosetti de Arquiola, leyó la súplica. Cuando la trasladaron de las mazmorras que quedaban apenas a ocho pasos de la Catedral cordobesa –donde el arzobispo Primatesta daba misa– a la cárcel UP1, Marta impulsó la publicación de una solicitada en el diario La Voz del Interior contándolo todo. Su cautiverio y lo que ese muchacho había escrito. Meses después la mataron. Fue otra de los 31 fusilados en la UP1.
Oscar Chabrol tenía 19 años. Su hermano Juan José apenas 17. Los atrapó una patota de la D2 ese 18 de octubre. Habían salido a vender sándwiches de miga con un amigo, Miguel Ferrero Coy. Ya tenían un hermano mayor preso: Herminio “Mirmi” Chabrol.
Fue el sobreviviente Carlos Raimundo “Charlie” Moore quien contó el final de los Chabrol. “Al más chico lo mataron a golpes y a las patadas en sólo seis, siete minutos. Nunca había visto algo así. Hasta algunos guardias se descompusieron. Estaban en desacuerdo porque era un pendejo, un menor de edad”, relató Moore en su declaración ante el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Antes, pudo contarle a su propio padre para que “avisara afuera” lo que había pasado. Moore fue el autor de una de las denuncias más completas que hay sobre el accionar del D2.
Atribulado, el papá de los Chabrol, don Pablo, fue uno de los primeros en integrar un grupo de padres que se dedicaron a buscar a sus hijos secuestrados. Y también fueron de los primeros en sufrir las consecuencias: Pablo Chabrol fue secuestrado en una misma noche con Arturo Ruffa, Osvaldo Onetti, Ricardo Salas y Juan Borgogno. Fue el 20 de octubre de 1976. Los atormentaron durante más de un mes en el Campo de La Ribera. El penalista Carlos Hairabedián (quien por entonces era juez y también fue preso de la dictadura) contó que vio “a Chabrol y a Ruffa”, y que estaban “en condiciones lamentables por la tortura”. Les decían los Viejos. “Los habían secuestrado por la fantástica actividad subversiva de buscar a sus hijos.” Tras un mes de feroz cautiverio, don Pablo Chabrol y sus compañeros de búsqueda y tortura fueron liberados en la madrugada del 19 de noviembre.
Los relatos de los crímenes de los “dignos subordinados” de Menéndez resuenan en los tribunales federales. Uno por uno se los ve vanagloriándose ante los que llamaban “muertos vivos” de sus variaciones para torturar y matar. Héctor “Palito” Romero, soplándose los nudillos y diciéndose a sí mismo “¡Qué pegada que tení, varón!”, luego de haber asesinado de un solo, brutal golpe al estudiante de arquitectura Raúl Mateo Molina. O a Ernesto Barreiro, pateando en su colchoneta al agonizante abogado Carlos Altamira “a quien odiaba particularmente”, según los testigos. Según contó el sobreviviente Piero Di Monte, el “Nabo” lo pateaba en el piso gritándole “¡A ver, doctor de presos políticos, a ver quién te va a defender ahora!”. O a Orestes “Gino” Padován y Ricardo “Fogo” Lardone, confesando ante los cautivos Graciela Geuna y Héctor Kunzmann que no soportaban el “olor a goma quemada de los autos”, porque les recordaba “el olor a carne quemada de los cuerpos en los pozos. Y que luego de rociar con combustible para quemarlos, hasta muertos levantan los brazos cuando los agarra el fuego”. O a Vergez, quien se quejó ante Di Monte, Meschiati y Geuna de que él solo “tuvo que fusilar a una decena de personas en un pasillo de La Ribera, porque los demás no se animaban a empezar. Que los ametralló de varias ráfagas”.
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