EL PAíS
La historia de Byttebier, otro nazi en Argentina
Era belga, sirvió en las SS alemanas y llegó en 1948 con sus dos hermanos, condenados a muerte como criminales de guerra. Terminó teniendo una nota al pie en la historia grande de la negación del Holocausto: fue quien le dio los manuscritos de Adolf Eichmann al pseudohistoriador inglés David Irving. El 25 de marzo murió en paz, impune en el país de la amnesia.
Por Sergio Kiernan
El 25 de marzo murió en paz, argentino e impune, Hugo Byttebier, el SS belga amigo del organizador del Holocausto, Adolf Eichmann. Byttebier llegó al país en 1948, traído por la vasta red de agentes montada por Juan Perón para traer miles y miles de nazis de Europa, un esfuerzo político y monetario que nos dejó de vecinos a Erich Priebke, a Joseph Schwammberger y al propio Eichmann, para mencionar a tres de los más conocidos. También llegaron con visas y pasajes miles de rexistas, vichistas, ustashas y demás miembros de fuerzas fascistas de la Europa ocupada que traicionaron a sus países y se unieron a los invasores alemanes. Byttebier fue uno de ellos y aunque no fue condenado como criminal de guerra siguió ejerciendo de nazi por muchos años y se ganó en los noventa un curioso lugar en una controversia internacional sobre la negación del Holocausto.
Hugo era el menor de los hermanos Byttebier, todos nacidos en Heestert, Bélgica, y todos nazis. Miguel José, nacido en 1897, fue condenado a muerte el 23 de septiembre de 1946 por un tribunal de su país junto a su hermano siguiente, Gerardo, nacido en 1905. Ambos se enteraron mucho después de su condena, porque ya estaban en camino hacia la promisoria Argentina, donde sabían que serían bien recibidos. Gerardo, por ejemplo, recibió su visa el 6 de febrero de 1948 en el consulado argentino en Ginebra. La garantía de la buena recepción la daba el detalle de que su pasaporte no era belga sino suizo, emitido en Berna el 19 de diciembre de 1947. Como tal cosa no tenía importancia entre amigos, Gerardo llegaba por avión a Buenos Aires el 3 de marzo de 1948, para quedarse en paz.
Miguel José, más modesto, llegó en tren a Paso de los Libres con su visa en orden en abril de 1948. Dieciséis años después, el 13 de octubre de 1966, obtuvo un pasaporte argentino para viajar a Francia, Italia, Bélgica y Holanda, donde ya se habían olvidado de su condena. En 1966 tuvo un ligero problema con una defraudación prendaria que quedó en la nada por diez años, hasta que días antes del golpe de 1976 fue eximido de prisión.
El joven Hugo fue el último en llegar a Buenos Aires. El 14 de octubre desembarcó del Copacabana, procedente de Amberes, con documentación firmada por el Consulado argentino de ese puerto. Se declaraba católico y era descripto como de piel blanca, cabellos castaños claros y de 1,78 metro de altura. En Buenos Aires, su expediente de inmigrante lleva el número 203647/48 y, como miles y miles de otros que afectaban al exilio nazi, fue iniciado por la Presidencia de la Nación.
El joven Byttebier llegaba a su nuevo país sin la soledad del inmigrante. De hecho, ya tenía múltiples contactos. Su expediente era apadrinado por un residente, Reinaldo van Groede, y en él declaraba como dirección legal un estudio de Sarmiento 246, Capital. Era la oficina del abogado, estanciero y ex profesor del Otto Krause, Avelino Quirno Lavalle, cuyo nombre figuraba y figuró por muchos años como director en varias sociedades comerciales.
En el mismo barco del veinteañero veterano de la división SS flamenca venían dos compatriotas, ellos sí criminales de guerra, André Albert Baert y Gerard Blaton, que le presentarían a una de las figuras centrales de la comunidad colaboracionista holandesa en Argentina, Willem Sassen. Este camarada SS había llegado a Buenos Aires hacía muy poco, en septiembre de 1948, después de un romántico viaje a bordo de una goleta, la Adelaar, procedente de Dublín, Irlanda. Como los dos Byttebier mayores, Sassen había sido condenado a muerte en ausencia, pero en Argentina pronto encontraría su primer trabajo como chofer del as de la Luftwaffe Hans Rudel, profusamente condecorado por Hitler y prolijamente protegido por Perón, que primero le pagaba un sueldo en el Instituto Nacional de Aeronáutica y luego lo hizo rico dándole licencias especiales de importación. Sassen y Rudel hicieron muchos negocios juntos en los 60 y 70, como vendedores de armas y “asesores” de Stroessner, Pinochet y los coroneles de la coca bolivianos. En su exilio, Sassen se haría de otro amigo muy cercano. En 1952, le presentaron a Adolf Eichmann, a quien invitaba a tomar café con Joseph Mengele en el viejo ABC del centro. Con los años, se transformó en su hombre de confianza y confidente, y Eichmann le dictó sus recuerdos y confesiones. Fueron estos documentos los que pusieron a Hugo Byttebier en los arrabales de una polémica internacional.
Según relata Uki Goñi en su libro La Auténtica Odessa, Sassen tuvo varias sesiones de charla con Eichmann entre 1956 y 1957. De las reuniones resultaron 67 cintas grabadas, cuya transcripción ocupó más de 700 páginas a máquina. Con el paquete en la mano y pensando en un libro –Sassen era un activo editor de publicaciones nazis en castellano y alemán–, Eichmann agregó otras 83 de aclaraciones y detalles, escritas a mano. El libro nunca se publicó: Eichmann quería que fuera anónimo y ninguna revista o editorial aceptó esa condición. Sassen se quedó, desilusionado, con el paquete de hojas mecanografiadas y anotadas.
Pero en 1960, después de su captura por un comando israelí, Eichmann se transformó en una celebridad internacional y Sassen pudo hacer su negocio, vendiéndole copias del manuscrito a Life, a la alemana Stern y al israelí Yediot Hadashot, que publicaron fragmentos o resúmenes. La copia que llegó a Israel fue a parar a la fiscalía que acusaba a Eichmann y resultó una prueba fatídica en su contra, por su estricto nivel de detalle. Sassen facturó muy bien, pero tuvo que irse un tiempo al Paraguay porque sus camaradas nazis lo consideraban un traidor y un mercenario.
Lo que pocos sabían en ese momento era que el Byttebier más joven también tenía una copia, aparentemente recibida de la muy asustada familia Eichmann, que temía allanamientos. Hugo guardó fielmente los papeles, pensando que serían históricos y algún día encontraría a quién pasárselos. Esa persona resultó ser el polémico historiador inglés David Irving, el más eficiente, erudito y presentable negador del Holocausto que exista en el mundo.
Irving comenzó como un historiador serio, que escribe bien y tiene un arte particular para revolver archivos. Joven aún, se destacó por sus descubrimientos documentales y por su simpatía por el lado alemán en la guerra. Su primer bestseller trató sobre el bombardeo de la ciudad de Dresden, un hito en la creación de la estrategia de bombardeos masivos en la que la ciudad ardió por los cuatro costados, causando decenas de miles de muertos. Irving presentó a Dresden como una ciudad abierta, sin industrias militares –olvidándose convenientemente de que era un importantísimo centro de transportes y distribución–, pero como nadie recordaba el tema y su investigación y reconstrucción eran muy vívidas, el libro le ganó un lugar en un mercado competitivo. Los alemanes, que por fin aparecían como víctimas en algo, simplemente lo adoraron. El inglés siguió haciendo ruido, logrando que las secretarias de Hitler le contaran sus secretos y virando cada vez más hacia la negación del Holocausto. Finalmente, en los ochenta, se asumió y fue testigo en un celebrado juicio contra un negacionista en Canadá. Su teoría se resume en la idea de que el Holocausto no fue para tanto y que de todos modos el Fuhrer no lo ordenó: fue un “exceso” de sus subordinados del que él no se enteró.
Hugo Byttebier fue uno de los entusiastas lectores de las teorías de Irving, al que le escribió una carta el 8 de noviembre de 1989 contándole vagamente de los papeles que poseía. Poco después, el 27 de mayo de 1990, el belga se le aparecía por Londres y le dio más precisiones. Según cuenta el inglés, de inmediato se puso en contacto con Dieter Eichmann, uno de los hijos del criminal de guerra ejecutado. Dieter viajó de inmediato a Buenos Aires y le exigió a Byttebier que le entregara los papeles de su padre o que los destruyera. El flamenco no hizo caso, y el 14 de septiembre mandó a Londres fotocopias de varias páginas de sus documentos.
El siguiente encuentro fue en octubre de 1991 en Buenos Aires, cuando Irving llegó para dar una conferencia. Fue una noche que la derecha filonazi local no olvidará fácilmente: en los salones de El Molino, frente al Congreso, estaba el tout Buenos Aires nazi y neonazi, con ancianos que hablaban con acento, jóvenes rapaditos y próceres del “nacionalismo” criollo. Byttebier llegó ya entusiasmado por las denuncias contra Irving de la DAIA y de la prensa y, después de escuchar su conferencia, se le acercó y le entregó dos pesados sobres. Adentro había más de ochocientas páginas de una copia al carbónico de las charlas de Eichmann y Sassen.
De vuelta en Londres, Irving se comunicó con Alemania para chequear la legitimidad del documento y terminó entregando el original al archivo federal de Coblenza. Armado de una fotocopia, en los meses siguientes se dedicó a estudiarlo y a encontrar elementos incómodos. Por ejemplo, que Eichmann contaba haber visto la ejecución de 200 judíos o que su comandante le había comunicado que Hitler había decidido exterminar a los judíos.
A esto le siguió una larga polémica entre negacionistas, llena de sospechas sobre la lealtad de Irving a la causa y de autojustificaciones del inglés, que acabó jugándose todo en un resonante juicio que perdió rotundamente y que más o menos “probó” judicialmente que sí hubo un Holocausto. Byttebier debe haber seguido el tema con una sensación de protagónico, desde este país donde encontró la amnesia que buscaba un nazi tan entusiasta que sirvió de uniforme a los ocupantes de su propio país.