EL PAíS › OPINION

Palas y microemprendimientos

 Por Julio Nudler

Muchas décadas después, Aníbal Fernández acaba de repetir, tal vez con menos vuelo, las exhortaciones que Enrique Cadícamo, sirviéndose de una mujer harta, dirigió a un varón que no era piquetero, porque entonces no se usaba, pero sí era “el que atrasó el reloj”. “¡Levantáte ‘e la catrera / que v’y a quemar el colchón”, le grita la dama al holgazán. “Vayan a laburar y déjense de embromar”, les recomendó el ministro a los agitadores del ocio aparentemente forzoso. Entre aquella letra de tango y este exabrupto ministerial, en el campo del trabajo ocurrieron muchas cosas, incluyendo su virtual extinción.
En los días en que Gardel cantaba aquellos cómicos versos, existía una condena social para el fiaca, el perezoso. Numerosos tangos reflejan esa cultura del trabajo, de impronta inmigratoria, tan implacable con quienes se resistían, cada cual a su modo, a ser tragados por el sistema, con sus durísimas condiciones laborales. El sábado inglés era una conquista entonces reciente. Unos vivían en las orillas de la sociedad (malevos, rufianes, fulleros o simples bohemios). Otros preferían el mero reposo, el mate bajo la higuera, la despistada vagancia, la guitarra querendona.
Manuel Romero describe certeramente a ese espécimen: “Te gusta meditarla / panza arriba en la catrera / y oír las campanadas / del reloj de Balvanera...”. Pero estas cosas sucedían en los años ’20, antes del estallido de la crisis que rodó desde Wall Street. La Argentina también fue arrasada por ese meteoro, y en 1932 un censo de desocupados estableció que la tasa de desempleo afectaba a un 28 por ciento de la población. Naturalmente, a partir de ese momento perdió sentido acusar a alguien de haragán por no trabajar. Como expresa Celedonio Flores en el tango Pan, de ese mismo año: “Trabajar, ¿adónde?”.
Cuando retornó el pleno empleo, en tiempos del primer gobierno peronista, no trabajar, que implicaba de nuevo no querer trabajar, volvió a ser un estigma. Fue así que el cantor uruguayo Carlitos Roldán, establecido en Buenos Aires, se anotó un gran éxito grabando otra vez El que atrasó el reloj: “Che, Pepino, / levantáte ‘e la catrera / que se ha roto la tijera / de cortar el bacalao... / ¿Qué te has creido? / ¿Que dormís pa ‘que yo cinche? / Andá a buscar otro guinche / si tenés sueño pesao.../ ¡Guarda / que te cacha el porvenir!...”
Hoy la tasa de desempleo es relativamente similar a la de los años de la Gran Depresión. Por esta razón, en los últimos años sólo los recalcitrantes calificaban de vagos a quienes no tenían trabajo. La acusación tendría el mismo efecto cómico que la lanzada por el terrateniente que encarna Adolfo Marsillach en La vaquilla, de Luis García Berlanga, dirigiéndose a unos dependientes: “¡Os entregáis a la molicie!”
Pero la fuerte reactivación económica de estos dos últimos años parece haber envalentonado a Aníbal: “A esta gente se la corre con palas, no con palos”, dijo de los piqueteros. Antes se decía que los desocupados no iban al campo a trabajar porque la tierra estaba muy baja. O como apunta Romero: “Haragán, / si encontrás al inventor del laburo / lo fajás”, instándolo a salir de su letargo. Cadícamo, por su parte: “¿Con qué herramienta te ganás la vida? / ¿Con qué ventaja te ponés mi ropa? / Se me acabó el reparto ‘e salvavidas... / Cachá esta onda, se acabó la sopa”. Los salvavidas, la sopa se llaman ahora planes Jefas y Jefes. En cuanto a la herramienta para ganarse la vida, el Gobierno propone los microemprendimientos.
Los norteamericanos dicen que los europeos son fiacas, mientras ellos viven enajenados en la cultura de las horas extra, como la denominan Peter Meiksins y Peter Whalley (“culture of overtime”), autores de Colocando al trabajo en su lugar: una revolución calma. Ellos sostienen que los estadounidenses deberían tratar de parecerse a los europeos, que ganaron política y socialmente lo que muchos norteamericanos desean individualmente pero no han sido capaces de lograr políticamente. Tal vez los piqueteros leyeron el tomo de Meiksins y Whalley.

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