ESPECTáCULOS › “18-J”, UN FILM COLECTIVO SOBRE EL ATENTADO A LA AMIA
Diez historias para una misma tragedia
Adrián Caetano, Daniel Burman, Lucía Cedrón, Alberto Lecchi, Juan Bautista Stagnaro, Marcelo Schapces, Alejandro Doria, Adrián Suar, Mauricio Wainrot y Carlos Sorín abordan, con distintos enfoques, uno de los episodios más trágicos de la historia argentina.
Por Luciano Monteagudo
La experiencia de los films en episodios, dirigidos por distintos realizadores, supo ser bastante común en los años ’60 cuando, al calor del nacimiento de las “nuevas olas” y la eclosión de los distintos cines nacionales, se impuso en Europa la noción del cine de autor y aparecieron distintas colecciones de relatos, como París vista por..., Historias extraordinarias (sobre Edgar Allan Poe) o Boccaccio ’70, por citar tres títulos que quedaron en la memoria colectiva y que agrupaban a algunos de los cineastas más encumbrados del momento, como Jean-Luc Godard, Federico Fellini y Luchino Visconti, entre muchos otros. En Argentina hubo algunos pocos experimentos en esta misma línea –Noche terrible, en coproducción con Brasil; la tardía De la misteriosa Buenos Aires, sobre cuentos de Manuel Mujica Lainez–, pero paulatinamente el formato se fue agotando y casi desapareció, hasta que dos años atrás fue reflotado por 11’09’’01, un conjunto de cortometrajes de nombres resonantes del cine contemporáneo dedicados a reflexionar sobre el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York. Sobre este modelo se gestó el proyecto de 18-J, que a diez años del atentado a la AMIA, perpetrado el 18 de julio de 1994, reúne a diez directores y diez productoras locales para proponer otras tantas miradas sobre uno de los episodios más trágicos de la historia argentina.
Como sucedió entonces y sigue sucediendo ahora, un proyecto de esta naturaleza no puede sino ser disímil, esencialmente heterogéneo, una miscelánea motorizada más por la contingencia que por una auténtica necesidad expresiva de cada uno de los cineastas involucrados. En este caso en particular, la única consigna fue recordar el fatídico 18 de julio del ’94, dejando librado a cada realizador –a sus modos habituales de expresión, a su conciencia la manera de abordarlo. Ficción, documental, teatro-danza, foto fija, todo tiene cabida en 18-J. Las estéticas entonces no pueden dejar de ser cambiantes, desiguales, y lo mismo ocurre con los resultados.
El film se abre con la lectura de un texto en off, a cargo de Norma Aleandro, que explica sucintamente qué es la Asociación Mutual Israelita Argentina y recuerda que el atentado ocurrió a pocos días de cumplirse el centenario de la institución y dejó un saldo de 85 víctimas fatales. Y concluye con una declaración de propósitos: “Hasta el día de hoy seguimos sin saber cómo y por qué pasó lo que pasó. Los que hacemos cine en la Argentina decidimos realizar esta película en homenaje a la memoria de las víctimas y para exigir que se sepa finalmente la verdad. Porque sin memoria es imposible construir el futuro”.
El corto inicial, dirigido por Adrián Caetano (Un oso rojo), es una construcción de planos-detalle en cámara lenta: un pocillo de café, unos útiles de oficina, una ropa tendida, objetos cotidianos casi detenidos en el tiempo y de pronto barridos por una brutal onda expansiva. Lo mínimo como expresión de lo máximo. Un ojo cerrado, cargado de años, se abre de pronto, ante la percepción del horror, un horror del que seguramente ya fue antes testigo, en otra época, en otro continente. Le sigue una nueva exploración de Daniel Burman por el barrio del Once. El director de El abrazo partido recorre con su cámara un puñado de calles, descubre una serie de personajes y vecinos, pero se queda con la historia de un chico que ya no puede festejar su cumpleaños, porque nació un 18 de julio, una fecha en la que se quedó huérfano de padre.
El episodio de Lucía Cedrón está dedicado “a los deudos, que tuvieron que reconstruirse alrededor de una ausencia”. Precisamente En ausencia se titulaba su premiado corto anterior, y aquí esa ausencia cobra la forma de una paradoja: que los ausentes sean aquellos que quedaron sepultados en la calle Pasteur de Buenos Aires y no quienes conviven diariamente con la violencia terrorista en Jerusalén o Tel Aviv. Por su parte, Alberto Lecchi busca, algo forzadamente, los ecos de la explosión a miles de kilómetros de distancia, en Purmamarca, en la vistosa quebrada de Humahuaca, para afirmar que el atentado golpeó de cerca a todos los argentinos, sin distinción de origen ni religión. El tono del corto de Juan Bautista Stagnaro es ampuloso, como su título (La Divina Comedia), y remite literalmente al descenso a los infiernos imaginado por el Dante. Esa grandilocuencia contrasta, a su vez, con el prosaico costumbrismo –con ceremonias de bar mitzvah y circuncisión mediante– de los episodios dirigidos por Marcelo Schapces y Adrián Suar, este último de un grado de efectismo melodramático muy propio de la televisión.
Para el final quedan tres de los cortos más logrados. En Lacrimosa, el coreógrafo Mauricio Wainrot ofrece un respiro de abstracción y evoca –con la colaboración del artista plástico Carlos Gallardo– la experiencia de la pérdida, del sufrimiento, de la diáspora y del paso del tiempo a través de unos pocos recursos escenográficos y de la danza de una suerte de mater dolorosa. En Vergüenza, el director Alejandro Doria y la guionista Aída Bortnik prepararon para Susú Pecoraro un monólogo sereno pero implacable, que denuncia –con nombres y apellidos– la política de encubrimiento que llevaron a cabo el juez Juan José Galeano y el presidente Carlos Menem, y la impunidad total que sigue todavía hoy rodeando al caso. Finalmente, el sencillo epílogo confeccionado por Carlos Sorín, hecho apenas de fotos familiares de las víctimas, viene a restituir sus rostros, sus nombres, su identidad, para que dejen de ser una cifra –los “85 muertos”– y vuelvan a cobrar la dimensión humana que nunca debieron haber perdido.