EL PAíS
Más curitas en la herida estructural del Mercosur
Evitar que los brasileños arrasen este mercado y succionen las inversiones son ilusiones que quiere realizar Lavagna.
Por Julio Nudler
Tres asuntos hinchaban el portafolios de Roberto Lavagna cuando partió rumbo a Brasilia. Uno era el intento de conseguir un guiño para que la Argentina pueda establecer salvaguardas para controlar el daño que la producción brasileña está causando en un amplio abanico de sectores: textil, calzado, pollo, cerdo, maquinaria agrícola y otros. La salvaguarda puede consistir en un sobrearancel, un derecho específico (no un porcentaje como el del arancel sino un valor absoluto que encarezca al producto importado) o una cuota (tope para la importación), o bien una combinación de esas tres restricciones.
Otro ítem es el régimen especial de comercio administrado que rige para la industria automotriz. Por un lado, la Argentina pretende que este mecanismo persista más allá de su prevista extinción el primer día de 2006. Por otro, que también pueda ser objeto de salvaguardas. Estas, en general, se dispararían cuando algún termostato muestre que el intercambio bilateral recalienta. En este caso, cuando las exportaciones brasileñas hacia su socio austral suban más de determinado porcentaje (se rumorea un 50 por ciento) respecto de cierto período base, o bien cuando la estocada verdiamarilla sobrepase cierto nivel de penetración en el mercado local.
El tercer carpetón lleva como rótulo “protocolo de buenas prácticas”, y está básicamente copiado del que rige en la OCDE. La ilusión es evitar que Brasil siga siendo la aspiradora de inversiones, usando no sólo la ventaja natural de ser el mayor mercado del bloque meridional, sino con el añadido de armas de atracción fiscal, tan eficaces como las sexuales de las garotas de Ipanema y alrededores. “Las plantas de Ford se las licitaban entre los estados –evoca un experto–. Eran para el que mayores estímulos ofrecía. Así, para sacarle jugo a los incentivos, los norteamericanos sobredimensionaron su inversión, y ahora mandan esos autos para acá.”
En Brasil dicen que el problema argentino es que por sus políticas (y por el desapego de sus grandes empresarios) la industria no es competitiva. Por tanto, si Brasil autoriza que le impongan salvaguardas, el resultado será un desvío de comercio: en lugar de entrar productos brasileños, entrarán de otros orígenes. Esto lleva a una cuestión más profunda: ¿cuál es el diagnóstico del Gobierno? Porque una cosa es resolver un problema coyuntural y otra, encarar un ajuste estructural. Los tiempos y la dimensión de los instrumentos difieren enormemente. Con las salvaguardas, que durarían entre 6 meses y un año, no se resolverá la malattia estructural que sufre la Argentina.
Hay quienes van más allá: no creen que en este país exista, en un horizonte previsible, un banco como el Bndes brasileño ni recursos fiscales suficientes para encarar una transformación estructural y aguantarla desde el Estado. El esfuerzo inversor tendrá que ser fundamentalmente privado, y para eso se necesita un escudo que proteja a quien ose proyectos de largo plazo. Para asegurar esa protección inteligente, es imprescindible la coordinación estratégica con el vecino.
En este sentido, los gobernantes argentinos parten de la base de que sus colegas brasileños entienden que siempre es el país líder de un bloque el que mayores costos tiene que pagar para mantener en pie la integración. Es obvio que Brasil puede causarle a la Argentina mucho más daño que el que ésta pueda infligirle. Pero ellos, además de comprenderlo, deben estar dispuestos a asumir los costos políticos. Si su economía consolida su salida del estancamiento será más fácil que se decidan.
Economía admite a su vez que es preciso reasignar gradualmente recursos dentro del Mercosur, y que esto implica especializar a cada socio. La Argentina tiene que elegir lo que va a producir y resignar aquello en lo que no pueda ser eficiente. No se hará salvajemente, dejando todo en manos del mercado, como durante el menemcavallismo, pero, aun con asistencia gubernamental, tendrá que hacerse y será doloroso.
En este sentido, la decisión de Néstor Kirchner de intentar mantener el régimen automotor es incoherente porque, en un esquema de integración con Brasil, esa industria no tiene destino en la Argentina, a simple vista. Pero el sector ya existe, y en Presidencia consideran demasiado costoso librarlo a la destrucción final. En otras palabras: quieren sostener reglas de juego artificiales que induzcan a las multinacionales a permanecer de algún modo en el país.
Ellas consiguieron en 2002, tras la devaluación y el derrumbe del mercado interno, que se acordase con Brasil un “flex”, que permitió en un comienzo, apartándose del intercambio compensado, exportar 1,60 dólar por cada dólar importado, siempre entre uno y otro país. Esa flexibilización seguiría creciendo hasta concluir a fines de 2005, pero con un detalle: era de ida y vuelta. Cuando la situación empezó a invertirse (mayor desvalorización del real y recesión en Brasil, contra apreciación del peso y veloz recuperación en la Argentina) sobrevino la catástrofe. Tres de cada cinco coches que abastecen el mercado local provienen de Brasil.
Por supuesto que la protección a las terminales es, indirectamente, un favor para la siderurgia local, comandada por Techint. El del acero es otro sector que se colocó al margen del Mercosur a través de un acuerdo de precios entre los productores de laminados a uno y otro lado de la frontera. Cuando los resultados de esa restricción a la competencia empezaron a asfixiar a las fábricas aguas abajo y, por tanto, dejar sin esos clientes a la siderurgia local, Lavagna tapó como pudo el agujero. Ahora procura algo más “institucional” para el Mercosur.