EL PAíS › OPINION

Las claves para no perder el juicio

Por Mario Wainfeld

Corrían las primeras horas del 31 de enero de 2004. La cantidad de muertos en República Cromañón crecía. En el gobierno nacional y el porteño se hacían cálculos acerca de la duración de las autopsias. Cada una debería insumir algo más de tres cuartos de hora y ocupar a dos forenses. En la Morgue Judicial había cuatro forenses. La perspectiva de una larguísima, mortificante vigilia para los deudos preocupaba a los funcionarios. Alguien se comidió con la jueza María Angélica Crotto y sondeó si era posible evitar alguna autopsia. El argumento incluía razones políticas, humanitarias y de “sentido común”: era clara la causa de los decesos, y en algún otro hecho de muertes múltiples se había obrado de modo similar, por muestreo. La magistrada no quiso saber nada de nada. “Cada caso es único, pues habilitará acciones civiles y penales”, arguyó. “Todos deben ser probados para evitar conflictos o chicanas ulteriores.”
En la ciudad y la Rosada se compartió una sensación dual. Por un lado, en el corto plazo se insinuaba una tensión adicional con los deudos, mortificados por las demoras. Pero también se atisbaba que Crotto “es una profesional”, decidida a manejar con rigor y seriedad el que será el expediente más importante de su carrera. Los días siguientes robustecieron esa presunción. La jueza conserva un perfil muy bajo, de nula exposición mediática. Su imagen y su voz son ignorados por millones de argentinos conmovidos por el caso. Ahora, en la Rosada y la ciudad se piensa que el trámite penal, así encarrilado, será justicia y servirá para ir saciando el dolor y la demanda social. Una visión interesante, aunque quizá algo lineal.
Crotto, cuentan-elogian en el gobierno nacional, no sobreactúa su prescindencia en perjuicio de la búsqueda de pruebas. En los primeros momentos dialogó con Raúl Eugenio Zaffaroni, el único juez supremo que le puso el cuerpo al estrago, respecto de las medidas a tomar.
Más adelante solicitó al Ministerio de Justicia apoyo técnico para investigar las empresas off shore que escamotean responsabilidades empresarias.
A partir de algunos diálogos, por lo que pispean en los medios y, seguramente, acudiendo a su intuición, en la ciudad y la Rosada imaginan (¿conocen?) el rumbo inmediato del expediente.

Según ellos:

- Crotto acusaría a Omar Chabán de homicidio múltiple con dolo eventual.

- La responsabilidad se propagaría a socios de Chabán. Cuando menos a su hermano Yamil Chabán (ver nota principal). Quizás a terceros si se consiguen datos concretos de la Inspección de Personas Jurídicas o si el estrafalario empresario los salpica. “Si Chabán enciende el ventilador –imaginan cerca de la Rosada– no sólo puede concernir a funcionarios, también a sus socios.”

- Integrantes o representantes del conjunto Callejeros, cuya participación en la seguridad y el control del recital se consideraría “prima facie” acreditada, también serían procesados.

- Habrá funcionarios en el banquillo, pero no serían de primer nivel. “No más que directores generales”, presuponen en la ciudad.

Si bien reconocen no contar con información de primera agua, oficialistas locales y nacionales extrapolan que los cargos contra integrantes del gobierno porteño serán “incumplimiento de los deberes de funcionario público” o, como mucho, cohecho.
Los abogados, desde la Revolución de Mayo, hegemonizan la clase política. El actual gobierno nacional no es excepción. En él revistan incluso unos cuantos letrados de buen nivel doctrinario. Un ministro, jurista él, anticipa: “Será un proceso ejemplar. Se colectaron las pruebas, los deudos de las víctimas serán escuchados. No habrá torpezas ni encubrimientos como en la causa AMIA. La transparencia está asegurada. Hasta les hemos ofrecido a los familiares bancarles patrocinio letrado”. Efectivamente, lapropuesta (que sólo atañe al juicio criminal y no al civil) fue transmitida por Aníbal Fernández y Oscar Parrilli. Una movida inédita que tiene sus bemoles –los bomberos, cuya responsabilidad estará en debate, integran el gobierno nacional– tanto que algún otro integrante del Ejecutivo sugirió no avanzar con ella, por juzgarla una sobreactuación. Moción, queda claro, que fue rechazada porque la ambición oficial es, aun tomando riesgo, mostrar acción del lado de las víctimas. Y quizá porque la decisión tiene el aroma de una típica acción estilo K.

El trípode

“Ningún juez serio puede incriminar por homicidio a un inspector que no cumplió su cometido. Tampoco le cabe presumir coimas si no hay pruebas consistentes de la dádiva”, resume el ministro, y requiere la aprobación de este cronista. Colige que la seriedad y (lo que a su entender es) la cabal aplicación de la ley penal serán valorados positivamente por la opinión colectiva. “La gente quiere justicia y la habrá”, profetiza.
Sin aventurarse sobre los vericuetos de una decisión que todavía no se conoce, Página/12 se permite dudar un poco. Preguntarse si hoy y aquí la sociedad (más allá de la pertinencia técnica del fallo) digerirá fácilmente un reparto judicial de las culpas que contradiga la percepción dominante sobre las responsabilidades de la masacre.
La interpretación social que podría promediarse como más ponderada acepta que hubo culpas concurrentes en el incendio. La de quienes programaron el espectáculo, la del que arrojó la bengala, la de los funcionarios. Esa lectura, que no es la más radicalizada, seguramente incluye la aspiración de que todos los componentes del trípode sean sancionados en tribunales.

Lo que vale es la intención

El sistema penal argentino, en buena hora, es garantista. Tiene como piedras basales la presunción de inocencia y la aplicación de la norma más benigna para el sospechoso. En caso de duda, un acusado debe ser absuelto. Si el juez vacila entre dos delitos, debe sancionar aquel que tenga la sanción más leve. Esos postulados, básicos en el avance humanista de Occidente, no siempre son satisfactorios para una sociedad privada de justicia durante años.
En la tipificación de la responsabilidad penal (como para cobrar mano en el fútbol o para ponderar un regalo) lo que vale es la intención. No es la magnitud del daño lo que constituye el delito sino la voluntad del actor. Este principio cardinal puede generar reacciones de frustración de cara a casi dos centenares de muertes. El dolo no se presume, lo que en el caso torna muy difícil responsabilizar por homicidio voluntario a funcionarios irresponsables. La intención es fundante para la restrictiva materia penal. La responsabilidad política es mucho más extendida.
“La jueza fallará con la ley en la mano y no se dejará llevar por la excitación de ciertos medios ni por la vindicta pública”, auguran autoridades nacionales y porteñas. Sería loable que así ocurriera. Pero es controvertido que una eventual decisión que cargara la romana sobre el empresario y el conjunto rockero y fuera más leve con los funcionarios calme las aguas, como se cree leer a ambos extremos de la Plaza de Mayo. Antes bien, quizá detone bronca e insatisfacción. Y en cualquier caso, no es en tribunales donde empieza y termina la responsabilidad de los políticos.
La conclusión, tentativa como casi todo el contenido de esta nota, no es preconizar que la magistrada vulnere las normas para complacer el dolor colectivo. Pero sí remarcar que judicializar la política es una nociva tendencia, no exclusivamente argentina, de democracias en crisis. El sociólogo francés Pierre Rosanvallon alertó: “Hoy se reclama (cada vez) más en los tribunales lo que no se puede obtener en las urnas...produciendo un desplazamiento de la responsabilidad política a la responsabilidad penal” (Le Monde, 20 de junio de 2004, “El mito del ciudadano pasivo”).
La administración de justicia finca su mirada en el pasado. Revisa hechos ya ocurridos, les otorga sentido. Reparar, restaurar, son sus objetivos usuales. O sea tratar de reestablecer, dentro del menguado campo de lo posible, situaciones previas.
La acción política más fascinante, la que compete a legislativos y ejecutivos, es la inducir el futuro, habilitando escenarios novedosos.
Frente a un hecho que convulsiona a la sociedad y cambia para peor la historia no cabe esperar una solución plena emanada de la justicia de los hombres.
Es deseable que los jueces actúen con coraje e imparcialidad, sin distorsionar los límites de los códigos ni “fallando para la tribuna”. Pero ni sus condenas ni sus absoluciones (fueran cuales fueran) palian todas las necesidades sociales que develó el incendio.
A los representantes del pueblo en su conjunto, y en especial a los que fueron honrados con el voto, les cuadra procurar justicia. Hacia atrás, pero también esencialmente hacia adelante. Algo que se consigue gobernando a la altura de la experiencia, generando cambios que replanteen el sentido de la pérdida y no sólo limitándose al (valga subrayar, imprescindible) desentrañamiento de las responsabilidades criminales previas.

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