Dom 01.09.2002

EL PAíS  › CAMBIO DE HABITOS, MEDIDAS DE SEGURIDAD, LIBERTADES POSTERGADAS EN LA ERA DEL SECUESTRO DE CHICOS

Los adolescentes, rigurosamente vigilados

Ya no callejean, se sacan el uniforme de la escuela apenas salen, aceptan combis o taxis donde antes probaban la autonomía de viajar solos, se acostumbran a tomar medidas de seguridad y ver si son seguidos. Los peligros de vivir con temor justo a la edad en que se busca la autonomía.

› Por Mariana Carbajal

La repetición de los secuestros de chicos y adolescentes está cambiando los hábitos de los jóvenes. No usan uniforme escolar o se lo cubren al salir del colegio. Si tienen que caminar por la calle, lo hacen en grupo, lejos del cordón, atentos a cualquier movimiento extraño a su alrededor. Pero ya no “callejean” sin rumbo fijo: se trasladan de un punto a otro y en cada parada avisan a sus casas dónde están. A muchos ya no los dejan andar en colectivo y una combi, un taxi o un remise los espera cada día en la puerta de la escuela. Algunos están obligados a llevar un celular prendido para poder ser ubicados en cualquier momento. Otros vieron restringidas sus salidas nocturnas. Ser adolescente ya no es lo mismo. En vez de ganar autonomía, cada vez están más vigilados. El fantasma de los secuestros reforzó en las últimas horas el enfrentamiento entre púberes, que se resisten al recorte de sus libertades, y padres, cada vez más angustiados y con miedo, que se preguntan qué consecuencias dejará el encierro y el control excesivo en el crecimiento de sus hijos. Los especialistas no dudan que –si se prolonga– el fenómeno dejará secuelas: jóvenes temerosos, con retrocesos en la maduración y poco entrenados para vivir en una sociedad de libre competencia son algunos de los pronósticos.
Andrés es contador y vive en Belgrano. A su hijo, de 13 años, le acaba de imponer el uso de una combi para que lo busque a la salida del colegio Carlos Pellegrini –va al turno de la noche– y lo deposite en la puerta de su casa, en reemplazo del viaje en el subte que lo dejaba a seis cuadras. El cambio se produjo hace poco, cuando el chico fue víctima de un robo al salir de la estación. “Si fuera por mí, lo llevaría todos los días en auto o le contrataría un radiotaxi, pero él se niega y también quiere regresar solo porque algunos de sus amigos lo hacen, pero en eso no transo. Es un tema difícil porque está en edad de empezar a independizarse y también tengo que respetarlo”, señaló Andrés, en diálogo con Página/12. Cuando tiene una fiesta se encarga de llevarlo y traerlo, o coordina con otros padres para que lo alcancen. “Como mucho, contrato un remise o un radiotaxi para que lo busque –aclara–. Somos de clase media, pero hoy somos los que más riesgos tenemos, porque la clase media en la Argentina son los ricos. Mi hijo vive en un dúplex y eso ahora es una vivienda lujosa.”
Poco baile y poca calle
Cuando unos meses atrás empezó la psicosis por una supuesta ola de secuestros infantiles, Carolina, una cantante que vive en una casa en Palermo, le compró un celular a cada una de sus hijas, de 14 y 20 años, “para tenerlas mínimamente ubicadas. Durante años me resistí a que tuvieran un teléfono móvil, siempre me pareció una tilinguería, pero estoy viviendo con mucha angustia y así me quedo más tranquila. La lucha es que lo tengan prendido”, cuenta a este diario. Con cada chica tiene conflictos diferentes. “La mayor maneja y me pide el auto para salir. Ella siente que no le va a pasar nada. A veces, la convenzo de que no lo use, pero otras tengo que dárselo. Ya es grande. La menor es chica pero se siente grande. Lo que sufrí el último fin de semana no te podés imaginar. Una de sus amigas cumplía 15 y quiso festejarlo en un boliche de Costa Salguero. Era el primer día en que iban a salir solas. Fue una lucha porque se querían volver todas juntas a las 6 de la mañana en remise a la casa de una de ellas en Florida. El punto es cómo ponés el límite para que ellos no tengan miedo. Finalmente, la hice volver a las 3 con el papá de otra. Esa noche me odió terriblemente, pero al día siguiente estaba de excelente humor conmigo, lo que me dio la pauta de que ella necesita que yo le ponga el límite”, analizó Carolina, que solo respira tranquila al final del día, cuando se encuentra con las dos chicas y su marido. “Qué alivio, pienso, estamos todos juntos en casa.”
Desde hace un tiempo, María Laura, una martillera que vive en La Horqueta, vive preguntándose lo mismo: “¿Estaremos criando jóvenes con miedo que después no se van a jugar por nada?”. Marina, la menor de sus cuatro hijas, tiene 15 años y cada tarde, al terminar la última clase, cumple un ritual: antes de dejar su colegio en el centro de San Isidro, se saca el sweater del uniforme escolar y se pone uno “común” para pasar desapercibida en la calle. A diferencia de otros adolescentes, que con la omnipotencia propia de su edad piensan que no les puede pasar nada, Martina anda con miedo desde que unos meses atrás dos de sus compañeras vivieron hechos de violencia: una llegó a su casa y encontró ladrones, y otra estaba en un comercio cuando se produjo un robo donde una anciana fue muy maltratada. Incluso, Martina les planteó a sus padres que quería tomar un remise para las seis cuadras que la separan de la parada del colectivo, que toma habitualmente a la salida de la escuela. Pero esa posibilidad no estaba dentro del presupuesto familiar. “Creo que las salidas de la noche no se las podés estar prohibiendo, pero muchos padres les están planteando a los chicos que se junten en una casa”, contó María Laura. Otro cambio, agregó, es que los adolescentes ya no caminan en grupo por el centro de San Isidro durante el día, como solían hacerlo hasta hace poco tiempo.
Una pauta que muestra cómo están cambiando las costumbres la observó en las últimas semanas Alicia Chediack, rectora del Colegio Bertrand Russell, de Palermo. “Los padres están buscando colegio secundario en el barrio en el que viven, un parámetro de búsqueda que históricamente se utilizó para la escuela primaria. Antes no les preocupaba que sus hijos adolescentes tuvieran que tomar un colectivo o dos y viajar media hora. Ahora quieren que caminen la menor cantidad posible de cuadras”, señaló a Página/12.
“A mí no me va a pasar”
El problema se ha convertido en un tema cotidiano en las escuelas a las que concurren chicos de sectores medios y medio altos. El miércoles, alumnos de segundo año de un colegio privado, de elite, de La Lucila, discutían cómo tenían que vestirse para salir a la calle para evitar un secuestro. “No hay que usar más ropa de marca, hay que salir como un pobre, pero no demasiado pobre porque te puede agarrar la policía”, comentaba uno de ellos, en la disyuntiva entre ser víctima de una banda de secuestradores o de un escuadrón de la muerte.
Pero no todos los adolescentes tienen conciencia del peligro al que pueden estar expuestos. “Muchos se resisten a que sus padres les coarten su libertad”, señaló Gabriela Dueñas, psicopedagoga de varios colegios de clase media alta de la zona norte del conurbano. “Cuando se los confronta con la realidad y se les advierte sobre el aumento de la inseguridad y el hecho de que pueden ser blanco de un secuestro, dicen que es cosa de la tele, que no es tan así. Tienen el pensamiento mágico típico de su edad. Repiten frases clásicas como: ‘A mí no me va a pasar nada’, ‘yo sé cómo cuidarme’. Por eso las escuelas tienen que trabajar para ayudar a unificar el discurso con los padres, para que los chicos no piensen que se trata de una cuestión de sus familias que no los quieren dejar crecer”, opinó Dueñas. Por supuesto –consideró la psicopedagoga–, el hecho de crecer con temores les dejará secuelas. “A mi generación la marcó crecer durante la dictadura militar. De todas formas, si esta situación es pasajera, las secuelas serán más leves. Particularmente, prefiero reducir el riesgo de un secuestro y correr el riesgo de que tenga alguna secuela psicológica y después la trate en terapia, porque un secuestro puede entrañar peligros irreversibles”, concluyó. El tema se trató el jueves en una reunión con directivos y docentes en uno de los colegios donde trabaja. Como medida concreta, decidieron recomendar a los padres que los hermanos adolescentes no retiren a sus hermanos más chicos, así se les quita la responsabilidad de tener que cuidar de alguien más además de sí mismos.
En una guerra
Para el psicoanalista Juan Carlos Volnovich, muchos chicos están casi tan asustados como sus padres, a pesar de atravesar por una edad en la que la temeridad y el riesgo son característicos. “Están en un momento en el que deben hacer un pasaje de una situación endogámica, que los protege y cobija, a ganarse el espacio urbano, pero el contexto los obliga a demorar este proceso. Antes, las familias de clase media se iban los fines de semana a la casa del country y tenían el conflicto de que sus hijos adolescentes se querían quedar en la ciudad para juntarse con sus amigos y callejear. Pero ahora, muchos chicos prefieren andar por un circuito vigilado y van al country sin problema, y a bailar en charter. Es la pérdida del dominio del espacio público. Por otra parte, ven muy limitadas las experiencias con otras clases sociales y solo interactúan con sus iguales. Esto es muy empobrecedor desde el punto de vista cultural. Los chicos de clase media van a quedar poco entrenados para la sociedad de libre competencia, obligadamente vigilados y protegidos”, pronosticó Volnovich.
“Esta situación va a traer un retroceso en la maduración de los púberes. Antes los chicos empezaban a andar solos, a independizarse, a partir de los 10, 11 o 12 años y ahora se les han restringido muchísimo las salidas sin compañía: tienen que ir en grupo y de día”, señaló Chediack, rectora del Bertrand Russell. Como política, en esa escuela han enfocado la cuestión de la inseguridad adolescente como si estuviésemos en una guerra de una duración determinada. “Les recordamos a los chicos que sus abuelos vivieron una guerra de cuatro años y que esto puede llevar cuatro o cinco meses, porque si no para ellos es muy traumático. Están en un momento en que tienen que empezar a desplegar sus alas y se las estamos cortando.”

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