EL PAíS
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Comprender que no se es libre
› Por Sandra Russo
Tienen diez años. Pasan casi todo el día en el colegio, pero cuando llegan a sus casas siguen sus ardorosas conversaciones a través de ICQ. Las hormonas se les cuelan en el modem, y como saben que las madres y los padres, por razones presupuestarias, ahora controlan que no se pasen una hora pegadas al teléfono para contarse por enésima vez si una cortó con el novio o si la otra gusta de un chico nuevo, optan por conectarse. Hasta hace poco, el deleite de la conexión era en vivo: se conectaban entre ellas en la plaza del barrio, que queda a una cuadra de la casa de una y a dos cuadras de la casa de la otra. Habían ganado la libertad de ir solas a la plaza recién cumplidos los diez, y después de haber batallado por ese permiso todo el año que tuvieron nueve.
A una le habían dado las llaves de su casa. A la otra estuvieron a punto de dárselas. A las dos les gustaba quedarse solas. Aprovechaban esos ratos de soledad para abrir el placard de sus madres, probarse ropa, cantar mirándose al espejo, mirar tele y comer papas fritas, o pintarse los labios con rojos intensos. Tanto a una como a otra, al principio de quinto grado, las dejaron ir y volver solas del colegio.
Lo que parecía una progresión inevitable de la niñez a la pubertad se abortó de pronto, como una misión espacial con insalvables problemas técnicos: hubo que volver a la base. Ni los padres de una ni los de la otra son miedosos, más bien son optimistas negadores: sostuvieron hasta último momento que la psicosis de la inseguridad era manijeada por algunos medios interesados en crear pánico. Lo de “último momento” significa que los padres de las dos comenzaron a interpretar la realidad de otra manera: más allá de los que saquen rédito del miedo, hay secuestros de chicos y adolescentes. Y esos secuestros crean un tipo de pánico al que ni siquiera los más optimistas negadores se sustraen. Crean el más atroz de los pánicos, el que no permite a los padres de cualquier niño o adolescente trabajar en paz si no llama a su casa y confirma que el chico ya llegó del colegio, que volvió de la plaza, que está sano y salvo después de su incursión puertas afuera.
A la nena que le habían dado la llave de su casa, sus padres se la confiscaron. La otra dejó de reclamar la suya. A ninguna de las dos ahora las dejan ir solas a la plaza. Y no van y vuelven solas del colegio: la madre de una y la niñera de la otra esperan pacientemente en la vereda a que el guardia privado que contrató el colegio haga salir a los chicos ordenados por grado para ser entregados al adulto responsable. Hasta hace un par de meses ésos eran los chicos de primero, segundo, tercer grado. Ahora son todos.
Tanto a una como a otra les fue explicado el cuadro de situación: nadie desconfiaba de ellas. Son responsables y avispadas, y están en perfecta edad de ser autónomas, de cruzar bien la calle, de no irse con cualquiera, de quedarse en el sector de la plaza en el que los borrachos del barrio no molestan. Se les explicó que no se trata de ellas, sino de otros, de ciertas cosas que pasan y que ellas saben y sobre las que no hacen preguntas. Ninguna de las dos protestó: no ofrecieron ninguna resistencia. Están hasta aliviadas. Ellas no lo sabían, pero ya tenían miedo.
El desatino de estos tiempos está alterando esas etapas que parecían sobrevenir algodonadas. Estas chicas y otras de su misma edad crecerán aprendiendo que en la calle hay peligros que ellas no pueden manejar ni predecir ni evitar, peligros fuera de control. Crecerán seguramente conectadas, conectadas entre ellas a través de ICQ y conectadas con el mundo a través del profundo malestar que significa comprender que no se es libre.
Nota madre
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