EL PAíS › LEONARDO MOLEDO.

El pantano no es el abismo

Puede dejar de existir la Argentina? La misma pregunta parece otorgarle al país una centralidad y un protagonismo muy por debajo de sus capacidades.
Por supuesto, cualquier país puede dejar de existir y la sombra ominosa de lo que ocurrió en Yugoslavia está allí para brindar un bonito ejemplo. Checoslovaquia dejó de existir, la Unión Soviética dejó de existir, Polonia dejó de existir durante más de un siglo, y aunque suena extraño, no es absurdo pensar que España podría haber dejado de existir si los separatismos locales hubieran sido un poco más fuertes. Incluso, muchos de los países más poderosos y sólidos del mundo, como Alemania e Italia, empezaron a existir hace relativamente poco, en el siglo XIX, por no hablar de los Estados Unidos. Al fin y al cabo, los países son construcciones puramente artificiales, un invento político entre dos cadenas de montañas o algunos ríos –incluso entre líneas geométricas, como en buena parte de Africa–, según los avatares de la historia y muchas veces del azar. Empiezan a existir, y dejan de existir, sin que la historia se preocupe mucho por ello, y la Argentina no tiene por qué ser la excepción, aunque es difícil creer que va a dejar de existir en ese sentido. Es una ilusión comprensible producida por el hecho de estar en el ojo del huracán, pero los países también entran en moratorias, tienen crisis financieras tanto o más devastadoras que la nuestra y luego se estabilizan de una u otra forma. La Argentina tampoco va a ser la excepción, y aunque ahora parezca imposible, tarde o temprano se estabilizará en algún punto de equilibrio, seguramente más bajo y un poco más precario que cualquier equilibrio anterior. A pesar de la justificada apocalíptica reinante, el ente “Argentina” va a persistir, lateral, costero, con islotes mejores y peores, provincia olvidada del mundo global. Aunque sea por dejadez.
Sin embargo, todo país (y no sólo el estado que es su representación política) implica, además, un sistema de delegaciones simbólicas, de parte de los individuos, en un colectivo imaginario que se encarga por nosotros de gerenciar, negociar los conflictos, a veces resolverlos, a veces terminar con ellos, estimularnos o hacernos sufrir, proveernos infraestructura, a veces una lengua, acaso una moneda.
Y da la sensación de que ese sistema simbólico de delegaciones parciales está seriamente mellado, y de que la maquinaria simbólica de delegación, no siempre buena, que más o menos funcionó durante mucho tiempo con un nivel grande de deterioro, esta vez, parece, ha comenzado a detenerse. Con la posibilidad de pararse por completo.
Y si es así, aunque el país se mantenga porque ni siquiera tiene la creatividad necesaria para dejar de existir, las cosas seguirán, con caídas cada vez más largas y recuperaciones en niveles cada vez más bajos. Probablemente el futuro no sea el abismo, sino el pantano, y nos esperen cincuenta años más de insoportable, lenta, aburrida, inexorable decadencia.

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