EL PAíS • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El conflicto con los productores agropecuarios quizá pudo evitarse, abreviarse o aminorarse. Lo que sucedió pudo no ocurrir, pero no pasó de milagro, se asentó en bases sólidas, revelando cambios en la estructura productiva y en la cultura política. Detonaron en marzo pero se vienen macerando desde hace años y trascienden al sector involucrado. Desde la crisis de 2001 la Argentina ha vivido mutaciones enormes. Un crecimiento económico inédito, con punto inicial en el fondo del pozo, alteró las coordenadas económicas y políticas. Muchas actividades, empezando por las primarias, se reactivaron o, si usted prefiere, resucitaron. El país es un gran exportador de soja, también de limones, de miel, de frutas finas, de yerba mate, de vinos, de caños con costura, de madera, de minerales, de cien etcéteras (esta enumeración, como otras que se harán, es deliberadamente incompleta e impresionista).
La recuperación, como pocas veces, “vino” desde las provincias y las economías regionales a la zona central. Al conurbano le llegaron migajas, una referencia más acerca de que nada es como hace 40, 50 o 60 años.
Se creció a lo pampa, hubo nuevos ganadores y perdedores en el interior de las clases sociales. También en los territorios la desigualdad es una constante. Un cincuenta por ciento de incremento del PBI en una sociedad injusta y con poco Estado redunda en concentración, sea en los productores de soja, sea en la comercialización exterior, sea en el espectro mediático.
Regulaciones generales, en muchos casos vetustas, no calzan la sisa de los tiempos, algo de eso aconteció con la propuesta indiferenciada de imponer las retenciones móviles. Una magra institucionalidad (¡hasta se añoran las Juntas Nacionales desmanteladas!) se hace más patente.
Entre tantas trabas, existen datos interesantes, amén del empuje de la economía. La sustentabilidad económica perdura desde hace más de cinco años, un record para las penosas marcas autóctonas. No hubo tantos vaivenes en el rumbo, otra nota inusual. Dirigentes, empresarios, sindicalistas, funcionarios concuerdan en que esa perspectiva puede perdurar. Aunque se predique lo contrario, en términos comparativos locales, se ha vivido una estabilidad desconocida, en largo tiempo. Desde 1983 sólo un tramo de los gobiernos menemistas puede servir de comparación (las otras gestiones vivieron a puro sobresalto y casi siempre a la baja), pero era esa una etapa de desbaratamiento del aparato productivo, de desprotección a las economías regionales, de sesgo preponderantemente financiero. La estabilidad emprolijó y racionalizó, a niveles no del todo asumidos, la agenda de demandas sectoriales. No es cuestión de suponer que las corporaciones sean equitativas, altruistas o tengan vocación nacional integrativa: la crisis del “campo” es un nuevo mentís a fantasías de ese tenor. Sus reclamos deben ser escuchados y luego deflactados, compatibilizados con los otros jugadores, eventualmente desestimados por excesivos. Pero la direccionalidad constante posibilita que se tengan nociones compartidas acerca de las necesidades básicas de infraestructura y de servicios públicos en general. Quizá como jamás se tuvo en la segunda mitad del siglo XX.
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Matices de clase: El arranque de la recuperación tuvo la ventaja comparativa de una alta capacidad instalada ociosa en yunta con la perversa “ayuda” de grandes masas de trabajadores desocupados. Esa ecuación varió con el correr del tiempo. El crecimiento chino montado en una sociedad capitalista salvaje se repartió “naturalmente”, esto es, de modo desparejo. Surgió un nuevo mapa de la desigualdad social que se propaga en un abanico inmenso. Los productores chicos se enardecen cuando los homologan con sus pares más pimpantes (que, empero, son sus aliados y cofrades)... qué no podrían decir los laburantes desocupados, los que changuean o reciben mala paga por la vendimia de sus compañeros de clase que (primicia en la historia fiscal) se movilizan para que suba el mínimo no imponible de Ganancias.
El relato tradicional sobre la composición de la clase trabajadora no termina de describir ese universo en 2008. El peso relativo de los sindicatos transmite las novedades mejor que la mayoría de los abordajes académicos o periodísticos. Un antagonismo clásico, el de la UOM y el Smata, tiene un score de goleada sin precedentes a favor de los mecánicos. Entre sus respectivas patronales también brotan las distinciones. Jamás deben creerse a pies juntillas las lágrimas de las corporaciones, pero es cabal que metalúrgicos como Juan Carlos Lascurain, titular de la UIA, juegan en otra liga que las automotrices.
Hay actividades con pleno empleo en las que gremios y laburantes se la apañan bastante bien con paritarias y capacidad de lucha. Entre tanto, numerosos trabajadores están detrás de una cerca, casi convertidos en una casta que no puede transgredir su situación. La lógica “laborista” del Gobierno quizá tocó sus límites, tropieza con un núcleo duro de pobreza y de asimetrías cristalizadas en la infancia. El soterrado debate sobre la universalización de la asignación familiar por hijo era una quimera a principios del siglo, con más desocupados que ocupados y con las arcas exhaustas. Hoy es un instrumento imaginable, como tantos otros precisamente porque algo de plata hay. Algo, se resalta.
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Piqueteros new age: Como le sucediera a Michelle Bachelet con los estudiantes secundarios (“pingüinos”), Cristina Fernández de Kirchner comenzó su mandato desafiada por un sujeto político que no estaba en el inventario. Fue una sorpresa, mas no una ruptura de la continuidad. Cada vez más “gente” se vuelca a las calles o las rutas, incluso (¿sobre todo?) gente sin experiencia previa.
La acción directa es una herramienta efectiva, máxime a partir de la sabia decisión del Gobierno de evitar (desbordes en) su represión. Instrumento propio de actores sociales destituidos, inaugurado por los desocupados en provincias alejadas, los piquetes fueron capturados por “minorías intensas” de clase media. Favorecidos por una mejor acogida mediática y provistos de más recursos para sostenerse, ganaron protagonismo durante la administración de Néstor Kirchner. Sus reivindicaciones fueron extraeconómicas: piénsese en las demandas de Blumberg, de los familiares de Cromañón, de los ambientalistas de Gualeguaychú. No estaba escrito pero era bien factible que en algún trance se usara para reclamos económicos que siempre conllevan exigencias de reconocimiento de dignidad.
La apropiación del espacio público, con grados variables de perjuicios a terceros (“el campo” produjo un record mundial, con extrema desaprensión) son debatibles pero son una praxis que vino para quedarse. Da resultados, tiene costos bajos, televisa fantástico... Todo gobierno de estas comarcas deberá pensar la regulación legal aplicable (nuevamente brota la necesidad de institucionalizar las conductas de la etapa) tanto como las respuestas tácticas. La malaria domestica las ansias de protesta. Más propicias son las épocas de crecimiento, que repercuten en adquisición de ciudadanía y autoestima, en activismo. Acompasarlas es un reto, propio de un estadio superior.
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Qué falta que me hacés: Tratar de armonizar un crecimiento salvaje y a menudo insolidario es una tarea indelegable del Estado. Poner al día la infraestructura devastada en los ’90 es otra. Según datos oficiales, extraídos del “Plan estratégico territorial” recientemente publicado, la red vial tiene 500 mil kilómetros de caminos, de los cuales sólo 70 mil están pavimentados. La red ferroviaria tiene 28.841 kilómetros contra 43.938 que tenía en 1957. Es una base ínfima, sea que se potencie el “modelo exportador”, sea que se incite el mercado interno. Ni qué hablar si se apuesta a los dos.
Hace un sexenio las provincias no llegaban a pagar los sueldos de los docentes, aunque se valían de patacones o de cuasi monedas más enclenques. Esa situación ha mejorado, menos de lo deseable, y hay normas legales consensuadas para mantener la tendencia.
Pero la inversión en otros rubros de educación o en salud es insuficiente e ineficaz. La construcción de hospitales de mediana o alta complejidad (que algunos funcionarios prometen) sólo tendrá sentido si las retribuciones de los médicos alcanzan niveles superiores a la mínima subsistencia. Un país en ascenso necesita capacitar su menguado plantel de enfermeras y formar 40 mil durante la gestión de Cristina Kirchner. Llegar a la mitad de esa cifra exigiría poner manos a la obra anteayer. Los ejemplos podrían propagarse a muchas otras áreas.
El sector privado podrá cooperar en la restauración de lo público pero jamás pondrá la parte del león. Y a la hora de paliar la desigualdad o de planificar, su rol es secundario, en el mejor de los casos.
Una sociedad que crece con poco plan requiere mucho Estado y eso significa muchos recursos. Está muy de moda vituperar “la caja”, la mera expresión es despectiva, no por azar. Pero nadie explica cómo se cambia la realidad sin ella (algo similar les pasa a los que postulan abolir las retenciones y no propugnan impuestos sustitutos). La subsecretaría que reclama “el campo” es una caja, pequeña en relación con otras. También de eso se trata el celebrado ministerio que conduce Lino Barañao. Un Estado sin caja es un Estado inerme.
El oficialismo tiene toda la razón cuando desea preservar su robustez económica, que tanto dinamizó el cambio. Parece estar menos rumbeado a la hora de mapear la realidad, de dar cuenta de la complejidad de una nueva etapa. Y no se ha lucido en su relación con los gobernadores, en la gestión de estos meses ni en la procura de información. Sus interlocutores no ayudan: son egoístas, arrogantes, irrespetuosos ante las autoridades surgidas del voto popular, jacobinos para demandar. Así, se supone, están las cosas cuando despunta una nueva instancia de negociación de un conflicto que ya pasó de maduro.
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