EL PAíS • SUBNOTA › LA VILLA 20 DE LUGANO, ENTRE LA CONTAMINACIóN Y LA FALTA DE VIVIENDAS
Dicen los vecinos que la muerte del joven se produjo el martes justo frente a la imagen de la virgen, donde ayer hubo ceremonias por la Inmaculada Concepción. Allí los personajes de la villa cuenta cómo es vivir siempre al límite.
› Por Emilio Ruchansky
En las escalinatas de una pequeña casilla que salvaguarda la efigie de la Virgen María, los vecinos de la Villa 20 dejan ofrendas, en silencio, mientras los chicos intercambian las golosinas que les regalaron. Es el Día de la Inmaculada Concepción, pero el homenaje es doble en el santuario construido a un costado del puente Escalada, en una entrada de esta villa de Lugano. Aquí fueron reprimidas la noche anterior las personas desalojadas por agentes de la Policía Federal y la Metropolitana de un sector del Parque Indoamericano. Según cuentan los vecinos, ante los ojos secos de la Virgen cayó con un balazo de plomo en el estómago de una de las dos personas asesinadas, Bernardo Salgueiro. Aunque era nuevo en la villa y pocos lo conocían, muchas flores son para él.
Parado frente al santuario, el cura Franco Punturo explica a una vecina que trata de “vagos” a los ocupantes, que el reclamo es justo. “Usted dice que sus hijos estudiaron y trabajan. Pero no todos tienen las mismas posibilidades. Falta educación, salud, alimentos, viviendas. ¿No ve la marginación que hay? ¿O usted no se levanta a la 5 para conseguir un turno en el hospital?”, dice el cura, mientras la mujer menea la cabeza e insiste en que la gente prefiere los planes sociales a trabajar. El cura la mira mal y ella al final le da la razón. Detrás se doran unos chorizos en la parrilla y se regalan bebidas, todo con plata que juntó una señora entre los vecinos.
Por debajo del puente ferroviario que comunica con el parque, nuevamente tomado pese el reciente desalojo, las mujeres llevan termos con agua helada para tomar tereré, algunos pibes arrastran chapas para quemar brasas con vistas al almuerzo o llevan colchones. Otros hombrean listones de maderas. Pronto comenzarán a levantar casillas en el parque. El puente, ahora, está lleno de curiosos que observan, como en esas panorámicas pinturas bélicas del 1800, la ubicación del frente policial, de las agrupaciones sociales y políticas que se acercaron y de los ocupantes.
Marcos, un dirigente barrial amigo de Diosnel Pérez, referente territorial del Frente Darío Santillán, se ofrece a charlar mientras recorre la calle Chilavert, la principal de la Villa 20. En la primera cuadra se ven las chapas carbonizadas del sector lindero al cementerio de autos, que fue incendiado durante la represión. “Yo no vine por los terrenos, vine por la gente”, dice este precandidato a las elecciones vecinales. Bajo el sol primaveral, dos hombres con la remera al hombro mezclan un pastón de cal, arena y cemento en la vereda. Están abiertos los kioscos, el locutorio, la modista, la carnicería y las verdulerías. Se nota que es feriado, dice Marcos, por el olor a asado.
Más adelante, en el comedor de la fallecida Lorenza, su hija y dos niños arman el arbolito de Navidad. “Damos de comer a 206 personas, chicos, abuelos, embarazadas y discapacitados desde hace veinte años. La comida es del gobierno porteño, mandan poco y pido más; siempre fue así, me acostumbré a reclamar. La mayoría acá trabaja para pagar el alquiler, pero no todos los que ocupan alquilan, a esa gente no la apoyo”, dice Felicitas. Desde hace años busca formar una asociación pero, según ella, la AFIP no entra a la villa porque no hay numeración. “Manzana 20, casa 39, ¿no se ve el cartelito?”, pregunta.
En la esquina de Chilavert y Corbalán, la otra avenida asfaltada de la villa, se acumula la basura. Primero pasa un cartonero que separa lo que le sirve y después alguien palea los restos y la amontona verticalmente, como si fuera nieve. Al rato, aparece un viejo con un carrito lleno de desechos y lo vacía. “Los vecinos le dan unas monedas para que les junte la basura y la tire acá”, cuenta Marcos. En Corbalán hay más negocios que en Chilavert. Nadie va al supermercado Jumbo que está enfrente, dice el dirigente, porque es caro y los discriminan.
“Te acompañan a hacer las compras, como si fueras a robar. La verdad, uno se siente perseguido ahí dentro”, comenta cuando es interrumpido por una mujer que viene corriendo. Le dice que la policía volvió a increparlos y que en la huida perdió de vista a uno de hijos y no lo encuentra. Marcos se va. Milton, un amigo de él, se acerca y cuenta que varias manzanas están sin agua porque se inundaron y taparon los caños que ellos mismos compraron. “Y la gente de (Mauricio) Macri no quiere venir a destaparlos”, dice el hombre, mientras ve pasar a Marcelo Chancalay, director de la junta vecinal con mandato vencido.
“Nos ganó por cien votos, trayendo gente en remis para votar. Ahora está todo bien”, dice y lo saluda. Y continúa: “Antes, cuando se ponía pesado, los muchachos de él nos cagaban a tiros, pero bueno, en las próximas elecciones lo vamos a sacar”, dice Milton, integrante de la Junta Electoral de la Villa, donde todavía falta un censo para que se determine el día de la votación. Los casas, de hasta cuatro pisos, no tienen escaleras caracol en la entrada para acceder a los pisos superiores, como en la Villa 31. “Las escaleras están adentro porque acá los paraguayos saben de albañilería y se dan maña”, dice Milton.
En el camino, aparece uno de los personajes más queridos del lugar. El churrero, Luis Alberto, que vive desde hace más de 40 años en esta villa. Antes, recuerda el hombre, vivían entre yuyos y basura. “Después cayeron los militares, nos echaron y dejaron el cementerio de autos de la Policía Federal”, dice. De la contaminación, agrega, se enteraron años después, cuando el plomo apareció en análisis de sangre y comenzaron los problemas respiratorios. “Yo creo que hay proyectos, pero no hay función pública. O sea, alguien se está lavando las manos”, dice el churrero. A su lado pasa un joven con la camiseta de Estudiantes y un rifle de aire comprimido en la mano.
“¿Se te escapó el conejo?”, le pregunta el churrero. “Sí, voy a buscarlo allá en el campo”, le contesta a Luis Alberto, mientras camina en dirección al Parque Indoamericano. “Con eso no matás ni una mosca, pendejo”, lo carga el churrero, apostado en una esquina. El pibe no responde. “Y... él sabe que es verdad. Me da lástima ver esto, mirá si le ponen un tiro y hacen pasar como que tenía una carabina”, dice el churrero.
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