EL PAíS › OPINION
La triple ruptura de Bush
Por Ernesto López (*)
Los costos humanitarios de una guerra en Irak pueden llegar a ser colosalmente trágicos. Es enorme la potencia destructiva que amenaza poner en juego EE.UU. Y es incierta –pero de todos modos preocupante– la capacidad de respuesta de Irak, a la que debe sumarse la esperable reacción del mundo musulmán. Menos visible tal vez pero igualmente alarmante es el hecho de que EE.UU., desde la asunción de Bush, parece proyectado hacia la destrucción de los más importantes regímenes internacionales que han regulado la convivencia de las naciones, desde la inmediata posguerra. La eventual guerra en Irak terminaría de materializar este giro copernicano.
Por un lado, Bush decidió unilateralmente desmontar las bases de la convivencia nuclear. Contra la protesta de Europa, Rusia y China, impulsó la National Missile Defense, en consonancia con la cual denunció el tratado ABM, firmado con la entonces Unión Soviética. Como se recordará, el equilibrio del terror reposaba sobre la mutua destrucción asegurada, que requería que las superpotencias no desarrollasen su capacidad defensiva. Esto era justamente lo que preservaba el tratado ABM. La mutua destrucción asegurada reposaba, al revés, sobre una potencia ofensiva capaz de desplegarse aun después de un ataque del rival.
Por otro, a partir del documento sobre seguridad nacional dado a conocer el 20 de septiembre pasado, que consagra –entre otros– los conceptos de “guerra preventiva” y “actuar solos si es necesario”, ha puesto en entredicho disposiciones básicas de la Carta de ONU. Concretamente, las que exhortan al arreglo pacífico de las controversias, recomiendan abstenerse del uso de la fuerza en forma individual, abogan por el principio de acción colectiva en respuesta a agresiones e instituyen al Consejo de Seguridad como piedra angular de un sistema colectivo de defensa. Claro está, en el conflicto con Irak, los EE.UU. se están moviendo conforme a aquella doctrina.
Finalmente, agreden definiciones aún más generales de la Carta: la igualdad soberana de los Estados, su derecho a la autodeterminación, la no injerencia de terceros países y la igualdad de derechos de los pueblos. Principios que maduraron lentamente desde el Tratado de Westfalia (1648), que asentó liminalmente el criterio de la soberanía nacional de los Estados como fundamento de la ley.
El viraje de Bush, que encontraría en la guerra con Irak tanto una materialización cabal como un punto de no retorno, significa, así, una triple ruptura: a) de las reglas de juego en materia nuclear; b) de los criterios más generales que han regido la convivencia en un mundo de naciones; c) de los criterios establecidos por ONU en materia de seguridad y defensa colectiva.
La discrecionalidad de un poderoso que actúa sin apego a reglas de juego llena el presente y –si cabe– el futuro de incertidumbre, porque está retrotrayendo la escena internacional a un hobbesiano –y peligroso– “estado de naturaleza”. Esto es malo para el resto del mundo que, por lo común, encuentra un amparo en el derecho y en los regímenes internacionales. Pero también para la potencia solitaria que, por un lado, domina pero es odiada –según la clásica concepción de Maquiavelo– y, por otro, paradojalmente, va camino de prohijar un orden internacional escaso en reglas, en un mundo cada vez más interdependiente y, por lo mismo, cada vez más necesitado de ellas.
(*) Sociólogo