Jueves, 25 de octubre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
“Ley corta” se la bautizó, para explicar y asumir que es incompleta. La reforma al régimen de accidentes de trabajo abarca una fracción de la problemática, que tiene su importancia, pero que no es lo sustancial. La norma aprobada ayer se centra en la faz dineraria, que es el último tramo de un proceso: la liquidación de la indemnización, su pago y las eventuales acciones ulteriores. Pero deja vacante el abordaje de lo principal, que es la cantidad y gravedad de los accidentes. En Argentina el porcentaje de siniestros es injustamente alto, aunque haya mermado algo los últimos años, según datos oficiales.
Las voces favorables de un oficialismo que mostró leves fisuras se entusiasmaron con la hipotética merma de pleitos, pero es infundado pensar (básicamente porque nada cambió al respecto) que a partir de ahora bajarán el número y la gravedad de los accidentes.
Los aspectos más relevantes hechos ley son el aumento de las indemnizaciones, la fijación de un coeficiente de actualización semestral (reconocimiento tácito y bienvenido a la existencia de inflación alta), el añadido de un veinte por ciento en compensación por el daño moral. Y, last but not least, la obligación de la Aseguradora de Riesgos de Trabajo (ART) de pagar en un lapso francamente breve. Esos elementos, se aspira, pueden inducir a trabajadores que hayan sufrido daños en su cuerpo o su salud a percibir la indemnización, renunciando a acciones judiciales ulteriores. Se trata de un aliciente positivo, que sólo funcionará si el trabajador acepta la liquidación que estipule la ART, a cuya ecuanimidad jugó demasiadas fichas el legislador.
Un doble disuasivo para acudir ante la Justicia añade la ley, cuestionable a los ojos del cronista. El primero es la supresión de la llamada “doble vía”, esto es, la posibilidad de hacerse de la indemnización administrativa e ir a los Tribunales por un mayor valor. El segundo es establecer la competencia civil para el laburante que opte por jugarse a todo o nada. La existencia de los Tribunales de Trabajo es un punto cardinal del justicialismo: fueron creados por Juan Domingo Perón antes de ser tres veces presidente, cuando conducía la Secretaría de Trabajo y Previsión. Esos tribunales, sin ser un dechado de perfección, se caracterizan por un sesgo y una concepción “pro operario”, ajenos a otras competencias. No se trata de inequidad, sino de un recurso democrático para compensar la desigualdad de poder inherente a la relación laboral. En los juzgados civiles, por concepción e ideología de la mayoría de sus jueces, los trabajadores jugarán de visitante. Tamaño añadido a la restricción de la doble vía llueve sobre mojado: resiente las perspectivas de un pleito justo para quien se arriesgue a plantearlo.
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Corta es la ley, tanto como lo fueron su tratamiento legislativo y el debate que la acompañó. De todos modos, los puntos centrales quedaron demarcados. Por momentos, dio la impresión de que lo central no es cómo se preserva la integridad física y moral de los trabajadores frente a los albures de su actividad, agravados por la baja responsabilidad empresaria. Parecía que el núcleo problemático es la subsistencia de muchas pymes, asediadas por el insaciable accionar de los abogados laboralistas. Cundieron anécdotas sobre empresas que quebraron por tener que hacerse cargo de indemnizaciones faraónicas. Puede haber habido situaciones así, que serían deplorables. Pero no hay evidencia empírica de que hayan abundado o que pruebe que ese daño sea tan extendido como difunden las leyendas patronales. Y mucho menos, que sea mayor que el que sufren los trabajadores por la falta de seguridad.
Las vivencias y la mirada impresionista de este escriba coinciden: la suerte general y promedio de las pymes, digamos en los últimos setenta años, no dependió mayormente de las peripecias de la jurisprudencia laboral sino de las tendencias generales de la economía. En tiempos de bonanza económica o de gobiernos populares coherentes como el actual, les fue mayormente bien. Y en épocas de ajuste o políticas neoconservadoras, anduvieron peor. Nada tiene esto que ver con los fallos de los tribunales, que suelen ser pro cíclicos en materia política. O sea, más generosos con los trabajadores cuando éstos tienen más poder relativo.
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Los sindicalistas afines al oficialismo se ingeniaron para no cuestionar la ley, pero tampoco implicarse con ella. Sólo funcionarios y legisladores la ensalzaron. Fuera de ellos, el más entusiasta apologista fue el titular de la Unión Industrial Argentina (UIA), José Ignacio de Mendiguren, quien fatigó canales de cable y micrófonos.
El Vasco Mendiguren vaticinó una merma inmediata y enorme de la litigiosidad. Manejó cifras ampulosas, de difícil corroboración. Quizá bajen los reclamos cuando se liquide un resarcimiento, por las buenas y por las flojas razones anticipadas. Pero subsistirán otras fuentes generadoras de pleitos. Una es la acotada lista de enfermedades profesionales reguladas hasta hoy. El Gobierno se comprometió a ampliarla pronto, lo que sería un paliativo estimable. De cualquier modo, quedarán muchas afuera.
Y los planteos por inconstitucionalidad de la supresión de la doble vía no tardarán en llegar. No es seguro que prosperen, los precedentes de la Corte no adelantan nada al respecto.
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El jefe del bloque del Frente para la Victoria, Agustín Rossi, cerró el debate con un discurso vibrante, como acostumbra. Exaltó la organicidad política, que es un valor compartible: “No somos librepensadores”. Y ensalzó las políticas laborales y de empleo del Gobierno. El cronista comparte en buena medida esos elogios, pero no cree que prueben mecánicamente que la nueva ley sea coherente con los mejores logros del kirchnerismo.
El Chivo Rossi prometió a los trabajadores que cobrarán rápido lo justo. Es una confianza amplia en los valores fijados, pero también en la probidad de las ART, que hasta hoy dejaron mucho que desear. La indemnización depende del cálculo de la incapacidad: el que paga la determina. Si hay disenso, la celeridad del trámite desaparece y surge la necesidad de seguir litigando. La norma, al abolir la doble vía y forzar la competencia de tribunales “patrones friendly”, presiona la decisión del trabajador y desequilibra la balanza en exceso.
La eventual codicia y aun la mala praxis de los abogados son cuestionables y corresponde que el Estado las controle y regule. Pero nadie puede sugerir que son causas de la accidentalidad, mucho más vinculada con la mala praxis y la codicia empresarial, tanto como con las limitaciones de las imperfectas normas de seguridad vigentes, para colmo incumplidas con frecuencia.
Años hace que la Corte Suprema marcó numerosas inconstitucionalidades del régimen de las ART. Insumió demasiado tiempo esta reforma parcial. Dictar una norma que pusiera al día la prevención y la seguridad en el trabajo sería el mejor modo de reparar las falencias de la ley que tratamos. Es una deuda, que hubiera debido ser atendida por una “ley larga”, no nata hasta hoy.
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