EL PAíS • SUBNOTA
› Por Mario Wainfeld
Horacio González, a la sazón director de la Biblioteca Nacional, pronunció un encendido y memorable discurso en la asamblea de Carta Abierta. Habló sobre la designación del papa Francisco y sobre muchos temas conexos, menoscabados o ignorados por otros expositores. Recorrió la historia de la orden de los jesuitas, su conformación de tipo militar. La relación entre Iglesia y Estado en la Argentina, especial (mas no únicamente) en épocas de dictadura. Habló de Guardia de Hierro, su lógica, sus tácticas durante y después de la última dictadura. De los Montoneros y la Juventud Peronista. Del lenguaje plebeyo de Francisco y su parentesco con el de la militancia de Guardia de Hierro.
Pronunció palabras fuertes y conmovidas, “superchería” entre tantas. También expresó que matar es siempre difícil, pero que ese límite se puede aliviar cuando se cuenta con la aprobación de Dios.
Por su postura, pero sobre todo por su calidad, el planteo de González (reproducido luego con modificaciones menores en una
columna publicada el martes pasado en
Página/12) contrasta con casi todo lo que se dijo o escribió sobre el nuevo pontífice. Escucharlo o leerlo, antes que convocar a la coincidencia o el disenso (que en democracia siempre son válidos), debería hacer sonrojar a quienes hablan u opinan a la bartola, sin ahondar conceptos, repasar la historia o procurar dar cuenta de la complejidad.
Recibió respuestas brutales, descalificatorias, groseras. Un editorialista de La Nación, que suele clamar por la libertad de expresión y renegar del actual gobierno, le pidió a la Presidenta que lo hiciera callar. Otro periodista cuestionó su forma de vestir, mensaje que habla de su inteligencia y tolerancia antes que sobre el criticado. Llovieron reproches, burlas, casi nunca una respuesta de calibre similar al desafío propuesto. González es un intelectual probado, que lleva escrita una llamativa cantidad de libros notables y que ha leído “casi todos”. Sus palabras pueden ser debatidas, no la coherencia del enunciador, que es imbatible. En momentos en que cunden las apologías del Papa y el simplismo, optó por el camino inverso.
González es también un militante constante y desgarrado. Contra lo que es el tono de época, suele discutir con amabilidad y sonrisas. Es un buen tipo a quien le cuesta mucho odiar, aun a quienes hacen méritos: se reserva para los genocidas, los criminales, los culpables de conductas imperdonables. Tiene falencias, entre ellas la de no ser un hábil o taimado operador en los medios como suelen (o solemos) ser “casi todos” en la esfera pública local.
El cronista coincide, en gran medida, con lo que dijo esta vez. Pero no lo elogia por eso, sino por exponerse como siempre lo hizo, en congruencia con lo que fue su vida. El profesional que firma esta columna, en ejercicio del privilegio de escribir en este diario, deja constancia de todo lo antedicho, que consignaría también si su emisor hubiera sido cualquier otro.
Como es partidario de reconocer desde dónde se escribe, agrega que es compañero de Horacio, a quien conoce desde hace añares y con quien compartió, por darles un mote, espacios militantes en común. Guarda de ellos un grato recuerdo, una deuda impagable con la inteligencia provocadora y a la vez tierna de Horacio. Y un ansia imposible de emularlo, en la dignidad y en la hondura. Por eso, Mario le transmite el abrazo y la solidaridad que (por decirlo de alguna forma) ya le hizo llegar de otra manera.
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