Lunes, 22 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › LA HISTORIA DE JORGE TOLEDO, INCITADO AL SUICIDIO EN LA CáRCEL
El Negrito Toledo fue secuestrado en 1978, en Olavarría. Estuvo detenido en Sierra Chica y luego en el penal de Caseros. Víctima de torturas y de un supuesto tratamiento psiquiátrico, terminó suicidándose en 1981.
Por Silvana Melo y Claudia Rafael
El Negrito ya era nada más que un pedazo de muerte que había llegado a la casa como una concesión de los verdugos. Su madre había decidido que el ataúd descansaría sobre la mesa para que tuviera el velorio que tantos de sus compañeros desaparecidos no tendrían jamás. Angela, diez años su novia, acarició esa madera y fue a la puerta cuando sonó el timbre. Como la última burla del penal de Caseros, el laboratorio carcelario de experimentación con presos políticos, el cartero entregó una carta de él. La había escrito un día antes de colgarse con una sábana de las rejas del ventanuco. Y llegó después que su cuerpo muerto. Como un reflejo de vida remanente.
Jorge Miguel Toledo, el Negrito, tuvo dos vidas claras: la libertad y el cautiverio. Fue el tipo brillante, talentoso, convincente. Y fue también el hombre derruido, silenciado, estragado por la tortura y arrasado psíquicamente por un manejo perverso y sistemático de la medicación.
Angela Ondícola (Angelita, la llamaba él) es la única que motoriza su recuerdo. No hay más familia del Negrito. Y ella, aunque hizo una vida propia, no tuvo hijos y vuelve a tener veinte años cada vez que visita sus huesos en el cementerio de Olavarría. Se conocieron hacia 1972, ella de 17 y él de 19, en uno de los históricos bailes de Pueblo Nuevo.
Juan José Castelucci, compañero de militancia universitaria, lo recuerda como “uno de los mejores cuadros políticos que tenía nuestra juventud”. El Negrito generaba una corriente de admiración en propios y extraños. Como en José, que lo recuerda desde Franja Morada: “Me parece verlo parado en el escenario rodeado de sus compañeros, de pantalón negro y amplia camisa blanca sin una arruga, zapatos negros brillantes y la misma cara ovalada, piel cetrina, y remolino en el pelo. Era, con 20 años, un excelente orador”.
“Una personalidad superior a la del soldado; comprometido pero indispuesto a la orden, cuestionador, con mucha inteligencia: nunca fue orgánico, tenía pasta para líder”, lo describe Rubén “Chato” Sampini, desde la vieja JUP. “Eran memorables sus asambleas en la universidad; y siempre recuerdo una definición: ante una asamblea fortabatizada de esos tiempos, el Negro dijo ‘si hacer política es gestionar para que cada uno tenga un plato de comida en su casa... yo hago política’”. Es que, en esos tiempos, el centro de estudiantes estaba pensado “para armar el agasajo de fin de año para la familia Fortabat”, padre y madre financieros, Alfredo y Amalita, del Instituto Universitario de Olavarría. “Con el Negrito, rompimos esa fachada y armamos democráticamente una oposición, sin olvidar que Olavarría siempre fue la retaguardia de la burguesía concentrada”, relata Sampini.
Jorge Toledo nació el 2 de febrero de 1953. En mayo de 1976 se recibió de contador, a los 23 años. Amaba jugar al fútbol y al pingpong, y fue el juego lo único que lo devolvería a una vida esporádica durante su detención.
Para 1977, había abandonado la militancia y los secuestros habían diezmado cualquier posible resistencia. Tenía una oficinita montada con un amigo y a la tarde trabajaba en la Cámara de Almaceneros, donde Angelita fue a esperarlo el 6 de febrero de 1978, a las cinco menos diez de la tarde; cuatro días antes el Negrito había cumplido 25 años. “A Jorge lo vinieron a buscar en un Falcon verde. Dijo que volvía enseguida”, le comunicaron.
Cuatro meses más tarde, apareció la primera señal de vida: una carta desde Sierra Chica. “La primera vez que lo vi me dijo ‘estoy tan castigado’. Estaba muy triste, muy mal, no era mi Jorge.” Una de las estrategias de destrucción eran las cadenas de traslado. De pronto regresaban cartas devueltas con un sello rojo que decía “en libertad”. Pero en realidad ya estaba en otra cárcel.
A mediados de 1981 el Negrito llega a Caseros, su destino final. El laboratorio donde experimentarían con su resistencia. Y donde lo arrastrarían al suicidio (ver aparte). Allí se encontró por un breve tiempo con uno de sus amigos más cercanos: “Lo vi totalmente abrumado y algo desequilibrado”, relata Castelucci.
Toledo aseguraba haber estado en un lugar que jamás pudo identificar. Muchos suponen que podría haber sido Monte Peloni. En el Informe de la Memoria de Olavarría aparece como un hecho certero, aunque nadie pudo probarlo. Carmelo Vinci, uno de los sobrevivientes de ese centro clandestino, supone que el Negrito estuvo solo en el Monte, cuando ya todos ellos habían sido trasladados.
“Las pocas cosas que el Negrito decía sobre la tortura eran desoladoras. Su otro gran tema era el suicidio del hermano. Y el tercer tema era el tratamiento psiquiátrico. Nos contó cómo percibía que ese tratamiento no estaba bien”, dice Hernán Invernizzi. “Armamos una pequeña red para controlar la medicación y nos dimos cuenta de que un día no le daban y, al otro, le hacían tomar todo junto. Las entrevistas con psicólogas y con el psiquiatra lo violentaban, lo tensionaban, volvía temblando, al borde de la convulsión.”
Aquel 29 de junio de 1982, en la fila india hacia el recreo, Hugo Soriani intentó convencerlo de salir. “No quiere”, dijo. Jorge “Quebracho” Gessaga lo vio parado sobre la diminuta mesita de metal. “Pensé que estaba mejor y que quería mirar para afuera por la ventanita... después entendí que estaría tratando de ver cómo hacer para terminar con su vida.”
El recreo se alargó más de lo debido. Había movimientos extraños, los guardiacárceles se mostraban nerviosos, un médico, gritos, y la camilla con el cuerpo tapado fue la sensación más feroz de que la muerte asomaba una vez más.
“Hubo complicidad directa porque pudo hacerlo en un lugar donde suicidarse era muy difícil –dice Invernizzi–. Una persona que se cuelga tarda bastante en morirse. No es fácil. Le tiene que haber llevado un tiempo. ¿Nadie lo vio, cuando la cárcel es un panóptico?”
Aquella misma noche, a los detenidos les sirvieron carne al horno, papas, batatas... Los querían hacer partícipes de la celebración de la muerte. Muchos no pudieron probar bocado. Y enloquecieron de rabia cuando empezó a sonar, por los altoparlantes, la marcha fúnebre. Que no paró en toda la noche.
Tan conmocionante fue la muerte que a los tres días levantaron el pabellón y en poco tiempo cerraron Caseros para los presos políticos.
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