Vie 03.05.2002

EL PAíS • SUBNOTA  › OPINION

Llamas

› Por Alan Pauls

La reacción bonzo de Norma Albino es sorprendente sobre todo por el tiempo que tardó en producirse. Hasta ahora, la imposición del corralito había generado protestas individuales, grupales y colectivas (asambleas, cacerolazos, acciones judiciales), violencia directa (agresiones contra bancos y gerentes, destrucción de cajeros) e indirecta (el jubilado que hace unos meses amenazó volar un banco con una granada) y hasta ironías (el veraneante que acampó en el hall del HSBC con reposeras y sombrillas). Pero no había ocasionado brotes suicidas –al menos no con la espectacularidad pública que tuvo el intento de Albino–. Y sin embargo, ¿quién no sintió alguna vez en estos últimos meses la tentación de acabar con todo? ¿Quién no pensó en resolver lo insoluble mediante la más radical de las catástrofes individuales? La lógica es atroz (e ineficaz), pero es irreprochable: la única excepción al estado de impotencia extrema en el que me ponen es el poder que todavía tengo sobre mí mismo, y ningún acto despliega tanto ese poder como el suicidio. Pero lo que el caso Albino pone al desnudo una vez más, y de manera particularmente dramática, es el grado de identificación mortífera con el dinero al que la Argentina criminal ha venido empujando a sus habitantes. Somos nuestro dinero. Nuestro mucho, poco o nulo dinero. (Por eso no hay síntoma más saludable que la proliferación actual de economías alternativas, que son las únicas capaces de pensar según una lógica posmonetaria.) La ahorrista en llamas, en última instancia, no es sino la versión brutalmente exasperada de los zombis perplejos en que nos convirtió, la semana pasada, la falta masiva de dinero provocada por el feriado bancario. No había plata, y todos parecíamos fantasmas desangrados a la deriva. Pero “no hay plata” no quería decir, en este caso, “somos pobres”. Era literal: no había billetes, no había papel, no había eso que normalmente nos ensucia las manos y se arruga en el fondo de nuestros bolsillos. Lo mismo pasa con Norma Albino: a partir de su fallida inmolación, nadie que diga “este país está en llamas” podrá alegar que sólo se trata de una manera de hablar. Y ese abandono de la metáfora por la literalidad es quizá el preámbulo de un futuro cuya crueldad, aunque bien argentina, ni siquiera imaginamos.

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