EL PAíS
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El adiós del quinto mosquetero
› Por Mario Wainfeld
Una bella fábula se narró en los días postreros de Augusto Boggiano como juez de la Corte. Refiere que en la era de Carlos Menem no existió una mayoría automática oficialista de cinco jueces sino dos minorías automáticas, cada una de cuatro integrantes, una menemista y otra antimenemista. Había, Dios sea loado, un magistrado que fallaba conforme a su conciencia, ora a favor del oficialismo, ora en su contra. Ese prohombre, quiere la leyenda, era Boggiano, quien es también el autor y divulgador entusiasta de la fábula.
Las derrotas son un lindo momento para pulsar calidades personales y morales. En su caída, Boggiano abjuró de sus cofrades de años, de su adscripción fervorosa y eficiente al proyecto menemista, de sus demás colegas de Corte. No le cupo ni siquiera la cazurra sinceridad de sus pares y aliados Julio Nazareno y Adolfo Vázquez que, nobleza obliga, al menos se bancaron ser quienes fueron.
Suele decirse que Roma no paga traidores, pero el Vaticano, ya se sabe, es un estado independiente. El último bastión que hizo intenso lobby por el ex juez tuvo color púrpura. Boggiano no se privó de hacerse algún viajecito a trajinar esos apoyos, que le fueron sempiternamente fieles.
Puesto a victimizarse, el ex cortesano urdió otra ficción para describir su relación con el actual gobierno. Se autorretrató como un perseguido político y se describió como traicionado por Alberto Fernández y Rafael Bielsa, quienes le habían prometido que el juicio político no avanzaría. La realidad fue más zigzagueante que la narración de Boggiano. El oficialismo, preocupado por la creciente autonomía de la nueva Corte y gratamente sorprendido por el perfil bajo y cooperativo de Boggiano, frizó su juicio político. Fue el diputado Ricardo Falú quien, apegado a la doctrina predicada por el Presidente en sus meses iniciales y más fecundos, lo activó para desazón de buena parte del gabinete nacional. Preso de sus actos, el Gobierno comprendió que era insensato contradecir su propia doctrina. El tucumano Falú pagó internamente su coherente osadía. José Alperovich, el gobernador de su provincia que en ética política no le llega a las rodillas, lo radió de la interna y el 10 de diciembre un gran protagonista de una de las mejores acciones del Gobierno se volverá a su casa.
Cuando registró ese cambio, Boggiano fatigó despachos oficiales prometiendo (y pidiendo) solidaridad. Era tarde. Una depresión sensible, cuentan los supremos de esta etapa, lo aquejó. No hablaba, no estudiaba los expedientes. Con Enrique Petracchi, el presidente del tribunal, no cambiaba palabra. Con los otros, se quejaba apenas. Sólo confiaba sus cuitas a Juan Carlos Maqueda, quien, político al fin, lo escuchaba y confortaba. De cualquier modo le cupo a Miguel Pichetto, un especialista en la materia, sugerirle que renunciara.
Tras negarse y pasados unos meses de contrición, volvió a pelear y ese estilo belicoso es el que da contexto a su destitución. En su raid mediático de los últimos días le añadió, a la calidad técnica de sus abogados patrocinantes, algunos recursos de su marca. En una entrevista televisiva señaló que sería privado de su jubilación y que la Constitución no prevé esa sanción. Nadie le preguntó, a él que es un buen jurista, si no recuerda que el texto constitucional data de 1853, cuando el sistema jubilatorio sencillamente no existía. Su intención, patente, era presionar de todo modo a sus juzgadores y dejarse expeditos una serie de reclamos que le permitan, privado ya del bronce, ir por el oro contante y sonante.
Nadie cree en las fábulas de Boggiano y pocos temen sus amenazas de juicios ante organismos internacionales que, parece, teledirigirá desde algún estudio ubicado en el exterior del país. Su futuro conchabo dará cuenta de las relaciones que urdió y habrá que leerlo cruzándolo con las sentencias que dictó y sus beneficiarios. Nadie cree en el formidable mito de las dos minorías automáticas. Y nadie (ni siquiera Boggiano) niega que la Corte actual tiene mejor nivel y mayor independencia de aquella en la que él fue pieza maestra y no bisagra.
Una etapa ominosa de la historia institucional argentina se cierra con la salida de Boggiano. Al Gobierno, que tuvo la brillante iniciativa de promover ese cambio y la sensatez básica de continuarlo aun en el momento en que lo contrariaba, le quedan pendientes dos desafíos mayores. Uno es iniciar la higienización de la Justicia Federal Penal de la Capital, donde subsisten enclavados varios jueces afrentosos. Como sucedió con Boggiano, el ímpetu del Gobierno fue menguando a medida que pasaba el tiempo. Un declive a la realpolitik, que sería deseable desandar después de que las elecciones habiliten un nuevo escenario político.
El otro es resolver qué hacer con las dos vacantes que quedan en la Corte, dilema que incluye el de analizar la reducción del plantel del tribunal a siete miembros. El fenomenal cambio cultural que promovió el oficialismo nombrando a Eugenio Raúl Zaffaroni y Carmen Argibay ya tiene sus revisionistas dentro del propio staff del Gobierno, lo que hace que se explore otro perfil de magistrado. Nada tendría eso de ilógico si no se recayera en la lógica que se ha dejado atrás. Las versiones sobre la designación de Mario Kaminker, socio de León Arslanian y prohijado por el radicalismo, exhala un tufillo a ancien régime que sería bueno desechar.
Pero eso será después del 23 de octubre, quizá del 10 de diciembre. De momento, vale la pena olvidar las fábulas postreras de Boggiano y resaltar que no se lo recordará por su esforzada labor jurídica imparcial durante el menemismo. Ni siquiera por sus prestos reclamos sobre jubilaciones caídas aun antes de ser destituido. Se lo recordará porque su defenestración (que protagonizó sin lealtades ni decoro) coronó un momento fundacional de la democracia argentina, aquel en que se terminó de enterrar a una Corte que bien muerta está.
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