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El último día
Por LILIA FERREYRA*
Hace 28 años me separé de Rodolfo en Constitución, sin saber que ese mediodía radiante de marzo iba a quedar clavado en mi memoria. Fue el último día que vi su sonrisa cuando le dije que no se olvidara de regar esa noche el almácigo de lechugas que habíamos sembrado la tarde anterior en el jardín de nuestra casa en San Vicente. Era la 1.30 cuando cruzó la calle Brasil apretando bajo un brazo el portafolio donde llevaba las primeras copias de la Carta de un Escritor a la Junta Militar. Había cumplido con lo que también fue su última apuesta: terminar y distribuir esa carta al cumplirse un año del nefasto gobierno de Videla, Massera y Agosti.
Los meses previos habían sido dolorosamente intensos. La muerte de su hija Vicki en un enfrentamiento con fuerzas militares y el allanamiento de la casita en el río Carapachay donde solíamos pasar los fines de semana, nos habían obligado a salir de la Capital Federal, el “territorio cercado”. Así llegamos a San Vicente, en el conurbano bonaerense, donde Rodolfo, en su integralidad como intelectual y militante, imaginó el tiempo por venir trabajando en sus escritos literarios y políticos sin dejar de pertenecer a la organización Montoneros. En ese largo verano, comenzó a definir la estructura de la Carta a la Junta, pulió el cuento Juan se iba por el río, organizó sus papeles en carpetas con los despachos de la Agencia Clandestina de Noticias y de Cadena Informativa; otras que clasificó con los títulos de sus futuros cuentos, como El 27 (un relato sobre su padre y su infancia en el campo), y también una en cuya carátula escribió “Los caballos”, donde guardó las páginas de sus memorias sobre su relación con la política, la literatura y la vida.
La noche del 24 de marzo terminó de teclear en la Olympia portátil la última copia de la Carta. Había ganado la apuesta. Salimos al jardín bajo la claridad del cielo estrellado y, como tantas otras veces, señaló las constelaciones. Desde afuera, la casa, iluminada por dentro con las lámparas de querosén, se veía cálida y protectora. Caminamos por el pasto recién cortado; todo estaba listo para recibir el próximo sábado con un asado a nuestras primeras visitas: su hija Patricia con su marido y sus dos hijos, María de tres años y Mariano, recién nacido.
Al día siguiente, tomamos el tren a Constitución. Al llegar, hizo unos llamados para arreglar encuentros con compañeros que colaborarían en la distribución de la Carta. La primera de esas citas era caminando por San Juan, entre Sarandí y Entre Ríos. No llegó a la segunda, prevista para las 15 horas. Alrededor de las 2 de la tarde, un grupo de tareas de la ESMA lo había emboscado en las inmediaciones de la avenida San Juan. Al notar que se les escapaba, lo acribillaron con su poderoso armamento pese a que Rodolfo sólo llevaba una pistola Walther PPK calibre 22. Sobrevivientes que vieron su cuerpo en la ESMA cuentan que su torso estaba casi cortado en diagonal por la ferocidad de los impactos. Esa noche, el grupo de tareas destruyó la casa de San Vicente y robó todo lo que había en su interior. Y lo más íntimo e insustituible, sus escritos inéditos.
En 1972, al enumerar en su diario las cosas que quería, Rodolfo incluyó la “revelación de lo escondido” y la “esperanza insobornable”. Hoy, la detención de los responsables de su desaparición demuestra que esa esperanza insobornable por la Justicia abre las puertas para la revelación de lo escondido, aunque hayan pasado 28 años de impunidad.
* Mujer y compañera de Rodolfo Walsh.