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 Por Irina Hauser

Para los que conocen la intimidad del Poder Judicial no es ninguna novedad que la Cámara de Casación Penal cuenta con jueces y fiscales afectos al terrorismo de Estado y proclives al antisemitismo, ni sorprende que algunos queden ahora encaminados –o eso parece– hacia un posible juicio político. El primer aviso lo dio hace ya quince años León Arslanian cuando llamó “esperpento” a ese tribunal, cuya creación él mismo había impulsado pero que terminó por convertirse en la razón de su renuncia al Ministerio de Justicia al ver con qué nombres lo llenaba Carlos Menem.

Con el tiempo, las señales de alerta se multiplicaron. En 1999, el fallecido dirigente socialista Alfredo Bravo y la DAIA pidieron la remoción de Alfredo Bisordi, actual presidente de Casación (de licencia desde el jueves), y también de los camaristas Liliana Catucci y Juan Carlos Rodríguez Basabilvaso por forzar un expediente para favorecer a tres skinheads. El mismo Bisordi fue denunciado y terminó sancionado por el Consejo de la Magistratura por llamar “delincuente terrorista” a Graciela Daleo, sobreviviente de la ESMA, y “defensor de criminales” al abogado Rodolfo Yanzón, de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Y son sólo dos ejemplos, sobre los que no faltó información.

La semana pasada, Bisordi volvió a ser blanco de un pedido de destitución, al igual que Eduardo Riggi, Ana María Capolupo y Gustavo Hornos, acusados de obstaculizar deliberadamente las causas contra represores. El planteo fue promovido por 61 familiares de desaparecidos y sobrevivientes de la última dictadura junto con cinco abogados, algunos de los cuales están lejos de encolumnarse con el Gobierno. El problema de las demoras en las causas por los crímenes dictatoriales es tema de preocupación hace tiempo para los organismos de derechos humanos. El presidente Néstor Kirchner viene haciendo con la Cámara de Casación lo mismo que hizo en su momento con la Corte Suprema de la mayoría automática: recoger un reclamo social y ponerlo a la cabeza de su agenda. Como siempre ocurre en política, elige un momento que puede resultar “conveniente” para distintos fines: hacer un acto de justicia –bien puede ser– en época de elecciones y opacar ciertos escándalos en ciernes que tocan a la administración K, como las coimas de Skanska y el caso Greco. Nada de esto invalida su destacable política en derechos humanos.

A pesar de que habían justificado las “expresiones antisemitas” de los skinheads por considerarlas “más que nada una especie de grito de guerra común”, los camaristas de Casación fueron absueltos por el Consejo de la Magistratura, en su antigua composición. Uno de los impulsores de ese dictamen desestimatorio fue el ultrakirchnerista Miguel Angel Pichetto. Cuando el organismo debatió en 2005 los cargos contra Bisordi por faltarle el respeto a una ex detenida desaparecida, la mayoría de los consejeros descartó hacerle juicio político, pero aprobó imponerle un apercibimiento. Entre los que votaron en contra de la sanción, o sea a favor del juez, figuran el kirchnerista Jorge Yoma, actual embajador en México, y el ex representante del Poder Ejecutivo en el cuerpo, Joaquín Da Rocha. Da Rocha fue también quien, en nombre del Gobierno, se opuso el año pasado a una auditoría en la Cámara de Casación que proponía el ex consejero Beinusz Szmukler y que terminó limitándose a un pedido de informes. La iniciativa de Szmukler estaba motivada por las dilaciones en los juicios a represores.

Podríamos pasar horas y días discutiendo si Kirchner cometió una intromisión en la Justicia al pedir celeridad en las causas de derechos humanos y cuestionar a Casación. No tiene mucho sentido enredarse en ese debate al que la propia corporación judicial, donde subsisten las ideas de la derecha más pura, se encargó de dar cuerda. Aunque nadie salió en abierta defensa de Bisordi ni de sus colegas, hasta la Corte Suprema alertó sobre los riesgos para la “independencia judicial”. Después, Sus Señorías aclararon por lo bajo que lo más irritante para ellos no fue el discurso presidencial, sino “los exabruptos” del ministro Aníbal Fernández, que le pidió a Bisordi que renuncie.

Algunos jueces, incluso los más progresistas, desarrollaron el argumento de la independencia: a partir de los dichos de Kirchner, todo juez que se demore en una causa o maneje investigaciones contra el Gobierno bien puede sentirse bajo la amenaza de enjuiciamiento. Es una manera peculiar de entender la independencia. Es un razonamiento de doble filo, capaz de favorecer la impunidad. Si es por eso, además, todo magistrado debería sentirse en “deuda” con el Gobierno que lo nombró en su cargo y actuar en consecuencia. Pero ¿acaso los jueces no son dueños de sus decisiones? Quizás en este punto, la Asociación de Abogados de Buenos Aires haya dado en la tecla: “Ningún magistrado reúne las condiciones requeridas de independencia si no es capaz de resistir las presiones que se ejercen sobre él desde los más diversos ámbitos, incluida la amenaza de destitución”, advirtió en un comunicado.

Así funciona, al fin y al cabo, el juego democrático de poderes. Aunque sólo cuando todos los poderes del Estado, todos representados en el Consejo de la Magistratura, dejen de proteger nichos impunes –de delitos aberrantes y también de corrupción– podremos festejar la llegada de la tan bastardeada independencia.

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