EL PAíS • SUBNOTA › MARTA GONZALEZ
› Por Marta Dillon
Cuando se le pregunta por su familia, Marta González tiene una respuesta radical: “Con una sola olla comemos diez personas”. De eso se trata la familia para esta mujer toba de 42 años que ordena su trenza con esmero como si fuera un adorno sobre la camisa verde. Ha llegado por la mañana a Córdoba, ha pagado el pasaje desde el paraje de San Martín, en Chaco, hasta Resistencia y allí se ha montado en uno de esos micros comunitarios que se pagaron a fuerza de vender empanadas y alumbrar peñas en las noches de muchos sábados. Con cinco compañeras ha venido, dice, y controla que ellas estén cerca, que no se pierdan en esa ciudad, la más grande que han visto hasta ahora. Los diez que comparten la olla son hijos, nietos y un sobrino que le ha tocado cuidar, ningún otro adulto vigila la marmita en la que ella hace magia para que siempre alcance. Está acostumbrada a llenarla con lo que le da la artesanía; a su pies descansan las canastas que trajo para vender y pagar el boleto de vuelta y si fuera posible hacer alguna diferencia. “Pero no hay precio, señora, una dice cuánto sale y no le compran. Lo que no saben es que me lleva tiempo buscar la hoja de palma y la totora y no tengo marido que me la traiga del monte.” La apertura del Encuentro le ha valido tres canastas vendidas y eso le enciende la esperanza de que al final no le alcancen las que trajo. Aunque no es para eso que se tomó el trabajo de dejar a sus hijos menores al cuidado de los mayores. Viene porque alguien le dijo que en el taller de mujeres y pueblos originarios la iban a escuchar. Lástima que le cuesta el “castilla”, es como si la voz perdiera fuerza cuando lo habla. En cambio, cuando luce los vocablos tobas que se cuida de enseñar a los suyos para que no se pierda la lengua el sonido de su boca se hace ronco y espeso, como si pudiera empujar al viento. “Yo estuve en Jujuy el año pasado, primera vez que viajaba. No creí que iba a ver a tantas mujeres juntas. Y ahora hay más, si no se puede ni estar en pueblos originarios”, dice Marta aludiendo al taller que se tuvo que mudar dos veces porque eran cientos las que se sumaban, tal vez movilizadas por las últimas imágenes de la desnutrición en el cuerpo de mujeres indígenas. “Yo sé lo que es porque lo veo. Yo doy el escuelero también y esa leche es la única que toman los chicos”, dice Marta y sigue hablando porque quiere que el viaje rinda y que su voz se escape del monte chaqueño que al fin y al cabo de eso se trata este Encuentro: “Que nos devuelvan la tierra de nuestros abuelos, que los animales puedan ir a buscar agua y no se mueran en el alambre, que dejen de quitarnos todo”.
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