ESCRITO & LEíDO
Un Robin Hood empalagoso
El espíritu hiperduhaldista se proclama desde el título –Salir del infierno. Estrategia de un piloto de tormenta– y se verifica en todos y cada uno de los capítulos del libro de Alfredo Silletta, que concibe a Eduardo Duhalde como un Robin Hood argentino y sin fisuras, un estratega genial que recibió un país en llamas y entregó, gracias a una destreza que el autor compara en varias ocasiones con la de Perón, una república ordenada y en crecimiento.
El acierto de la idea original –escribir la primera historia política de los tormentosos meses del gobierno del caudillo bonaerense– queda opacado desde un principio por la decisión de Silletta de adoptar el punto de vista estrictamente duhaldista. Aunque el libro se hace llevadero y está bien escrito, las frases de alabanza se suceden y el tono general es empalagoso: “Eduardo Duhalde, convencido desde hacía muchos años de que había que cambiar el rumbo económico, llegó al gobierno con la difícil misión de sacar el barco del ojo del huracán y conducirlo a aguas tranquilas”, dice Silletta. “Quienes han seguido la vida política de Duhalde sabían de su convicción para construir una Argentina productiva e industrializada”, agrega el periodista, que define la conducción del ex presidente como “experta, inteligente y eficaz”.
Uno de los aspectos más subrayados es la idea de un Duhalde paladín de la industrialización y campeón de una cruzada antineoliberal que nunca existió del todo y que, si hubiera existido, seguramente no lo hubiera tenido a él como capitán: Duhalde –Silletta no lo dice– participó activamente en la primera fase del gobierno de Menem, cuando se aplicaron las medidas más drásticas de la reforma conservadora, avaló desde su gestión en la provincia el modelo antiproductivo impulsado por el riojano, firmó el Pacto de Olivos, suscribió la reelección, dialogó asiduamente con Cavallo e hizo campaña en 1999 sin cuestionar abiertamente la convertibilidad. (El hecho de que el resto de los dirigentes de primer nivel tampoco lo hizo no lo exime de responsabilidad.)
Silletta ignora otros aspectos criticables de la gestión provincial –desde el vaciamiento del Banco Provincia y la construcción de un poderoso aparato clientelista hasta el respaldo a Carlos Ruckauf– y prefiere pasar directamente al mandato presidencial. Y allí, en lugar de pintar un gobierno con claroscuros, con algunos puntos a favor y unos cuantos en contra, describe una gestión diáfana: la famosa promesa –“el que depositó dólares recibirá dólares”– se descarta en una línea con el argumento de que el presidente fue mal informado por los técnicos de Economía; la licuación de las deudas privadas se pasa por alto y el clima represivo generado antes de la masacre de Avellaneda es olímpicamente ignorado.
El autor prefiere, en cambio, destacar la negociación con el FMI. “Duhalde jugó aquí su mejor partida. Siguió, como alumno avanzado, las enseñanzas de los grandes estrategas como Perón”, dice. Y agrega: “Un hombre sencillo, de pocas palabras, pudo demostrarle al mundo que las recetas del FMI eran erróneas”.
El fondo del libro, la idea que cruza todos los capítulos, es una particular concepción sobre el poder económico que defiende Silletta y que es también la de Duhalde. Ellos conciben al stablishment como la malvada conjunción de los bancos y las empresas privatizadas, es decir aquellos que durante los peores momentos de la crisis impulsaron la dolarización y que en el 2003 apostaron al retorno de Menem. Lo que el autor no dice es que el poder económico también está integrado por empresas nacionales, por los intereses del campo y de gigantescas firmas exportadoras, la mayoríade las cuales se beneficiaron con la pesificación asimétrica y la devaluación alocada. ¿Acaso Ignacio de Mendiguren, cuyo nombre apenas se menciona, no fue un representante del stablishment ubicado en el corazón mismo de la administración que Silletta ensalza como si se tratara del mejor gobierno de la historia?