ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Horacio González *
En estos días en que la enigmática severidad de la muerte lo inunda todo, he aquí un nombre: kirchnerismo. ¿Ha comenzado o está por comenzar? Alguien lo gritó de un modo que no habíamos oído antes en el salón donde se velaba a Kirchner. Hubo allí un tierno fetichismo; muchas consignas, gritos desgarradores, espontáneos payadores bramando versos en medio del llanto. Asistí a un luto agreste, tan relacionado con el inmediatismo político como con la religiosidad popular, con la esperanza de nuevos llamados políticos como con el rezo laico que nos hace rebeldes ante la muerte. Nunca se sabe qué hacer en las solemnidades fúnebres, qué tono de voz usar, qué palabras decir. Pero una expresión que fue gritada ante el féretro, rodeado por la Presidenta y varios ministros, me asombró: “¡Comienza el kirchnerismo!”.
¿Y qué es el kirchnerismo? Nunca pensamos que un nombre así podría entrar como una espada tajante en el mundo político, repartiendo territorios, maldiciones y apegos. Recordé al pintor expresionista alemán de los años ’30, Ernst Ludwig Kirchner, uno de los fundadores del grupo Die Brücke (El Puente), cuyo autorretrato, nariz puntuda, globos oculares un tanto abultados, se parece un poco al aire que recordaremos del rostro del ex presidente muerto. Estas cosas lejanas y algunas extrañas coincidencias de nombres les sirven a los borrosos pensamientos para no enfrentar de lleno los significados de una inesperada tragedia pública.
Como amateurs, antiguos practicantes y observadores de la política nacional, no pensábamos que iba a entrar tan plenamente en nuestro léxico ese apellido, “Kirchner”. Cuando todo comenzó, muchos ni lo sabíamos pronunciar bien. Repentino expresionismo argentino. Ahora, todos nos empeñamos en definir políticamente una ausencia. Ante la proliferación de textos en la prensa de papel y digital –dígase: doble carácter y pérdida relativa de la temporalidad de la lectura; ya no sabemos bien dónde leemos las cosas–, no conviene hacerse los distraídos. Un gran debate lo recorrerá todo. “Kirchnerismo” será el nombre de una pregunta sobre las posibilidades realizadoras de la sociedad argentina en su conjunto y en sus partes contrastantes. Mejor dicho, cómo ese nombre político merecerá heredar, continuar y mejorar los compromisos de una gran reforma social, la ansiada transformación justa sobre cuyas tablas ardientes discutimos.
Hasta ahora, habíamos visto cosas nuevas, empeños vigorosos sobre la escena política del país, capaz de arrastrar antiguas promesas, demorados dictámenes y hechos inesperados de capacidad conmocionante. Como resultado de la discusión que hace años recorre la nación –sobre el mismo significado de la ley, de la justicia, del Estado y de la vida emancipada, que es lo que está en juego–, grupos anteriormente mancomunados se han desmembrado. Antiguas entidades sindicales albergan fraccionamientos potenciales; variadas izquierdas se escinden; la interpretación del pasado ha reactivado todas las memorias; importantes medios de comunicación se convierten en trincheras; el “campo intelectual”, valga este concepto, se ha partido en varios pedazos de una manera novedosa. ¿Lo decimos porque no sabríamos abandonar el gusto por estas infinitas escisiones, o porque ellas significan ahora una advertencia sobre algo realmente nuevo?
La escena no conforma enteramente a nadie; el ser político es intranquilo. Hace que nadie –si se es genuino– esté contento en donde está. Los cortes polémicos no engloban ahora todo lo que en cada caso deberían contener. Sin embargo, la expresión “kirchnerismo” se presenta para explicar el corte fundamental que ha sufrido la sociedad argentina. El nombre del político muerto que dejó medidas inesperadas y grandes estilos repentistas ahora avivará la imaginación sobre un modo sustentable de visualizar las fuerzas políticas, sindicales y económicas, sus potencialidades en torno de un liberacionismo que viene de lejos pero reclama definiciones más profundas y eficaces. Ese es un problema. Pero hay otro.
Se trata de una meditación menos visible pero necesaria que nos ocupa de inmediato y también supone una escisión. Es la relación de la política con la muerte, la relación de la historia con el nombre que parte una época. Nombre de una persona muerta. Y de un concepto que, como dije, oí que ahora comenzaría. “¡Comienza el kirchnerismo!” Esta exclamación que tiene un lado promisorio y otro desesperado... ¿es sólo la muestra de que ante la muerte se desea la vida? ¿Que ante el fallecimiento se quiere la eternidad, que ante el absurdo del deceso de quien estaba en el centro de las acciones, se quiere negar el tiempo fatídico con un precario llamado a la inmortalidad?
No lo creo así. El infortunio es grave pero es inspirador. Ese grito quiere ser una forma de revisar lo ocurrido y auspiciar un nuevo recorrido. En primer lugar, traigamos frente a la muerte de Kirchner el nombre de Mariano Ferreyra. Diferentes, desde luego, en la sentimentalidad que abarcan, las palabras que los traducen y las circunstancias que no permiten situar un hecho conmocional frente a otro. Ambas ocurrencias se dan en la escala de la sociedad ansiosa de grandes cambios, en espacios no semejantes ni de igual alcance, pero en el corazón de una resonancia nacional. Cierto, de modo diferente, pero secretamente entrelazados. Así, un hilo tácito los une, y no sólo en el vacío repentino e inaceptable que toda muerte supone.
Kirchner sintió esa muerte del militante como un golpe profundo, un hecho que reclamaba ser nombrado con vocablos nuevos y que lo ponía frente a un brutal desafío del destino. El muchacho victimado por pistoleros contratados –hombres capaces de todas las inocencias de Facebook y de todas las iniquidades– lo ponía ante una encrucijada que podía desmoronarlo todo. Es así. Quien no lo piense de esta manera no conoció o no intuyó bien el expresionismo de Néstor Kirchner, los puentes que construía. De otra manera: no pensaba Kirchner en correlaciones de fuerza sino en que era a él mismo que mataban. Pensamiento efectivo que las izquierdas victimadas tampoco podrían abarcar. Kirchner no lamentaba el hecho como un incidente más, sino como la demostración, sobre los cuerpos vivos de la política, de todo lo frágil, injusto y “alegremente” criminal que puede contener nuestro presente. No era ni es fácil decirlo. El disparo de los matones desnudaba una zona quebradiza de él mismo, el político que mantenía los hilos generales del poder nacional, y era un deber luchar para que su lamento por ese asesinato fuera creído por el propio conglomerado político al que el militante pertenecía. ¿Podía ser? Este acertijo hereda Cristina.
Si habrá kirchnerismo, entonces, es porque se podrá pensar de manera profunda lo acontecido. Esto y todo. Lo grave y lo demandado. Lo litúrgico y lo movilizado. Lo que implica un legado y lo que deberá tener forma nueva. ¿Cómo? La oposición, en su variado abanico, es un mundo ideológico completo, tiene su izquierda y su derecha. No son lo mismo pero muchos hilos invisibles no pueden visualizarse fácilmente si apenas aplicamos una conciencia espontánea a la comprensión de los hechos. Paradoja: el kirchnerismo precisa nutrirse de la izquierda que lo combate, haciendo pasar por el cedazo de las tensiones complejas de la sociedad el impulso de militancias fundamentales pero abstractas. En cuanto a las izquierdas, precisan desatar el precinto de sus verdades esenciales pero indeterminadas, para pasarlas por el tamiz concreto de aquello que condenan pero que contiene sedimentos históricos de lo que ellas mismos son. Latinoamericanismo progresista, revisión profunda de las bases de una sociedad que aún reproduce injusticias.
El descompás de estas paradojas es la sal de la política, pero sólo un pensamiento ocioso haría que cada uno se quede en el lugar donde está; sólo los satisfechos con sus estrechos horizontes se negarían a pensar el problema de las trabajosas confluencias de ideas y actitudes. Como las hubo en 1945 y en los ’70, épocas que no se repiten ni deben repetirse, más que como una historia de problemas y conceptos de complejidad incomún. Justo las cuestiones que hay que considerar. Esto es, la operatividad de un nombre, kirchnerismo, sobre el trasfondo de las memorias anteriores, el peronismo, el socialismo, el libertarismo.
El idioma mediático general pretende que todos queden inmovilizados en sus costumbrismos intercambiables. Así puede revestirse de “izquierda” y recubrir con una hipótesis que suene a prensa obrera los intereses de su prensa burguesa. Este equívoco le toca al kirchnerismo develar. Se lo acusó de impostor. ¿Pero no son los turiferarios de las derechas los que buscan máscaras rápidas y cosméticas de izquierda, que tantas veces, involuntariamente, se le conceden? El Gobierno tiene también sus zonas que no están tan simplemente ensambladas, muchas hebras ocultas las atan, pero las piezas flojas centrífugas actúan continuamente: el buenmuchachismo sciolista, los grupos empresarios entre la conveniencia fáctica y el coloquialismo de IDEA, el justicialismo derechoso, los corporativismos de nuevo cuño. Estos hechos son festejados por los que postulan una mala unidad de lo heterogéneo. Son productos de amalgamas surgidas de etapas históricas anteriores que perduran en la memoria. Y si bien es deber respetar profundamente las memorias sociales anteriores, el kirchnerismo podrá entenderse ahora como el deseo de no participar en esas configuraciones improductivas de unidad y buscar la verdad yacente del pueblo argentino, que fue multitud serpenteante en la ciudad, pidiendo una nueva sociedad y una nación recreada.
Las izquierdas le reprochan a un gobierno reformista aquellas zonas problemáticas, confundiéndolo del todo con éstas; mientras, dejan que la lengua mediática, que ponen al margen del análisis de sus propios intereses de clase, los incorpore como batallón de ingenieros zapadores de ese mismo puente (Die Brücke) que intuitivamente propuso el kirchnerismo para pasar al ámbito emancipado de la vida común.
El “comienzo del kirchnerismo” deberá referirse entonces a resolver el “hecho maldito” de la política actual. Este hecho es la paradoja que hace que muchos se opongan a reformas que antes habían defendido, y que parezcan apoyarlas quienes en verdad las desean combatir en un futuro posible. La muerte de Kirchner –muerte del político y muerte íntima: lo sabe la Presidenta que guarda su luto como una cuestión privada y cuestión de Estado a la vez– deja en máxima debilidad a la experiencia que le diera su nombre. Pero como toda política es el resultado de viejos o nuevos sacrificios, esa debilidad será cimiento de su fuerza futura.
Pues bien, digamos ahora que el asesinato de Ferreyra fue una cuerda paralela. Un sacrificio de la otra militancia, la de un mundo juvenil que nos sigue conmoviendo en el interior de lo que, pocos días después, a todos conmovería. Una conmoción dentro de otra, la que han entregado las izquierdas más enfáticas y la que hace al infortunio del kirchnerismo, sin que la otra lo sea menos. Aquel asesinato alevoso debe esclarecerse sin más demoras. Pero para que eso ocurra debe actuar el kirchnerismo, que carga ahora su nota sacrificial y que a su vez queda recomenzado. Recomenzado sobre la base de dilucidar más pertinazmente las paradojas argentinas.
Todo lo cual está implicado también en el grito escuchado en ese sector del Salón de los Patriotas, donde están los retratos heterogéneos de Latinoamérica. Allende, Evita, Guevara, Perón, Vargas, Haya de la Torre, Yrigoyen. “¡Comienza el kirchnerismo!” En principio, debe comenzar o recomenzar. Lo dicho ante el catafalco de Kirchner, frente al que se cantó, se juró, se aplaudió, se mascó rabia y se lloró, implica un llamado entrecruzado, de nosotros a ellos, de ellos a nosotros, de la Presidenta a todos los demás, de todos los demás a la Presidenta. ¿No es este tejido de voces es el que está en sus comienzos luego de las jornadas luctuosas que recrean la vida popular frente al cuerpo velado de Kirchner?
* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.
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