ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Daniel Freidemberg *
En una raramente emotiva nota que publicó La Nación, Beatriz Sarlo dedica un párrafo a quienes forman “el lado intelectual del conglomerado que armó Kirchner”. Con ellos ha discutido mucho en estos años, dice Sarlo. “Sin embargo, me resulta sencillo ponerme en su lugar. Muchos vienen de una larga militancia en el peronismo de izquierda; vivieron la humillación del menemismo, que fue para ellos una derrota y una gigantesca anomalía, una enfermedad del movimiento popular. Cuando los mayores de este contingente representativo ya pensaban que en sus vidas no habría un renacimiento de la política, Kirchner les abrió el escenario donde creyeron encontrar, nuevamente, los viejos ideales.” La caracterización de los intelectuales que se acercaron al kirchnerismo como viejos militantes setentistas que después de soportar décadas de impotencia encontraron ahora la ocasión de desahogarse y concretar los sueños juveniles no es privativa de Beatriz Sarlo. Está aceptada como una verdad que no se discute por todos los que abordan el tema desde el antikirchnerismo, por así llamarlo, y no son los únicos.
No es tan así, sin embargo, y podrían comprobarlo, si se permitieran hacerlo, en cualquier reunión de Carta Abierta o en los debates de grupos de jóvenes. O ni siquiera eso: en unos cuantos libros, en revistas como Confines, en los documentos de Carta Abierta, en blogs, en notas para diarios y revistas de interés general, en intervenciones en medios –cuando es posible– podrían ver, si se lo permiten, que lo que suele haber es algo bastante diferente de la necesidad de repetir lo vivido o de completar el impulso trunco. Por supuesto que no faltan los que se aferran a palabras, liturgias y consignas de largo uso y suponen que basta con repetirlas con sinceridad y pasión, pero otros, no pocos, se la pasan insistiendo en que la inusitada brecha instalada por la irrupción de Néstor Kirchner en la vida política argentina es la ocasión para repensar todo, que se abre un campo desconocido que necesita de nuevas palabras y nuevos modos de concreción política, y que de las postergaciones y los dolores vividos entre 1973 y 2003 también cabe extraer enseñanzas.
La diferencia con otros que llaman a hacerse cargo del presente es ésa, precisamente: algo pasó a partir de Kirchner, algo inédito y que reclama ser indagado, y entre lo que pasó hay que mencionar un cambio cultural. Ya la imagen de un presidente que asume con el traje desabotonado y juguetea con el bastón presidencial para luego zambullirse, literalmente, entre la gente hasta darse un golpe torpe y sangrar es un hecho cultural. Lo plebeyo, lo próximo, lo que se desentiende de la mostración de los atributos del poder, lo vital: la sociedad argentina asumió ese mensaje, o una gran parte de ella. El envaramiento y la reticencia en los actos heredados de los años de dictadura se disipaban y el atrevimiento empezaba a ser considerado aceptable. Y el otro gran componente de la cultura de la Argentina kirchnerista es el descubrimiento de que la política, contra lo que se daba por sentado, es un muerto que goza de muy buena salud, si por “política” se entiende otra cosa que una carrera en pos de prosperidad personal, no importa en qué espacios y con qué métodos, o de saber cuál es la corbata que más lo haga resaltar a uno ante las cámaras.
No es exactamente en la gestión específicamente “cultural” de su gobierno en lo que estoy pensando cuando hablo de una cultura de los años de Kirchner. Se puede mencionar, para hablar de gestión, de la revitalización y el salto cualitativo que desde 2003 vivió Canal 7, la creación del Canal Encuentro, el inédito rol potenciador de la cultura que empezó a jugar la Biblioteca Nacional o los cambios en el Instituto de Cinematografía, pero el estilo de gestión de Kirchner, rápido, atento a la ocasión para actuar contundentemente y pasar a otra cosa, reacio a las planificaciones, no incluyó, por eso mismo, algo que se pueda definir como “política cultural”. Claro que no sólo las políticas culturales determinan la cultura de un país, y muy pocos gobernantes incidieron tanto en la transformación cultural de la Argentina como Néstor Kirchner.
La cultura real de la Argentina posterior a 2003 está cada vez más habitada y agitada por corrientes de pasión política, incluso entre quienes desprecian la política. Se habla, se debate, salen a la luz cuestiones y problemas largamente soterrados, casi nada queda sin discutir, aunque sea en libros concebidos para capitalizar la furia antikirchnerista de cierto público, en los sesgados enfoques de los conductores de programas periodísticos o en las cataratas de prejuicio racista y odio que, sin escatimar insultos, estereotipados lugares comunes ni “crispación”, vomitan muchos comentarios de lectores, a menudo en mayúsculas y sin puntos ni comas. Y de diversos modos la pasión política se pone todo el tiempo en juego en la conversación cotidiana tanto como en la literatura, el teatro, el cine, la plástica y hasta algún que otro teleteatro. Es de celebrar que en la cultura argentina hoy esté actuando, bien o mal, ese componente que suele humanizar todo, poner todo en movimiento, nada incompatible, cuando se quiere, con el rigor crítico y la reflexión.
No por eso dejan de asomar, es cierto, en productos literarios, artísticos o ensayísticos, o en el transcurso de los debates, la suficiencia y la exhibición gozosa de displicencia que se extendieron por el campo intelectual argentino durante la postdictadura. Conviven con la pasión política, a menudo en abierta pugna con ella, y por eso mismo, en el politizado contexto actual, su postura de estar por encima de las pasiones se torna irremediablemente política, entran también a formar parte del debate político. Nada está quieto ni puede alegar inocencia en estos días, ni parece que lo que entre los argentinos se puso en marcha a partir de Kirchner vaya a cesar o atenuarse, sea lo que fuere que deparen los tiempos que vienen tras la muerte del hombre que más contribuyó a que estas compuertas se abran.
* Poeta, crítico literario y periodista.
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