ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Carlos Girotti *
Durante un largo tiempo histórico, las exequias de Néstor Kirchner habrán de ser consideradas como un mojón, una señal plantada por el pueblo en medio de una época que sus enemigos acérrimos hubieran querido ver cerrada con el repentino deceso del ex presidente. Ese fluir masivo y espontáneo, que superó con creces los límites de cualquier convocatoria orgánica, reinstala como nunca antes el desafío de la construcción política de la fuerza social capaz de sostener y profundizar el rumbo iniciado en 2003. Así, la época de Kirchner y su principal desafío histórico permanecen abiertos.
Por cierto, fue iniciativa de Kirchner ensayar primero con la “transversalidad” y luego con la “concertación”, pero estos experimentos quedaron en el camino y, junto con ellos, las aspiraciones políticas de muchos de los movimientos sociales surgidos en los duros años de la resistencia al neoliberalismo. Es que a medida que se expandía la economía y crecía la tasa de empleo, la teoría que quiso ver en los desocupados al nuevo sujeto político sucumbía ante la irradiación de los planes sociales y, sobre todo, ante el reclutamiento estatal de cuadros movimientistas para la gestión que el esclerosado aparato justicialista no podía o no quería proporcionar. No es que estuviera mal participar en la gestión; al fin y al cabo los movimientos sociales fueron los primeros en asumir que el gobierno de Néstor Kirchner era un “gobierno en disputa”. De hecho, la temprana constitución del Frente de Organizaciones Populares y la inusitada confluencia de agrupaciones territoriales y pequeños pero aguerridos núcleos militantes en torno de esa iniciativa daban cuenta de aquel consenso originario. Pero no alcanzó. A poco de andar, la implantación territorial demostró ser insuficiente para amalgamar a ese conjunto de organizaciones que, cada una según sus particularidades e historia, deberían afrontar aceleradamente el desafío mayúsculo de cambiar la estrategia de la resistencia para adoptar otra que las proyectara a la ofensiva política. En la práctica, cada cual escogió su propio camino –con suerte diversa– y el frente se desvaneció, pero todas las organizaciones compartieron un denominador común: de ahí en más dependerían de la iniciativa del Presidente y a ella subordinarían su capacidad de aportar “desde abajo”.
Por su parte, la CTA –destacadísimo actor de la resistencia al menemismo y principal articulador y promotor del Frente Nacional contra la Pobreza– también fue destinataria de las primeras osadías políticas de Kirchner. Es que a poco de asumir la presidencia, y contando con el antecedente de haber sido el único gobernador que en tiempos de la Alianza suscribiera activamente los reclamos del Frenapo, Kirchner convocó a la CTA a un diálogo preferencial respecto de la CGT. Sin embargo, no encontró la respuesta que esperaba. Perpleja ante el despliegue de políticas públicas que concretaban, no sin tropiezos, varias de las banderas que había levantado en sus luchas, la Central fue internándose en un sordo debate entre dos interpretaciones paulatinamente contrapuestas. De un lado, la lectura que los acontecimientos de 2001 evidenciaban una crisis de la representación y que, en este contexto, el gobierno de Kirchner –con sus inesperados avances en materia de derechos humanos, integración sudamericana, liquidación del ALCA en Mar del Plata, reconfiguración de la Corte Suprema, etc.– significaba un obligado retroceso del modelo de dominio neoliberal y, por ende, un momento de fuerza para la reconstitución del campo popular. De otro lado, una lectura que, a caballo del principio de la autonomía de la Central, no terminaba de diferenciar a Kirchner de sus antecesores, desconfiaba de él y de su prosapia justicialista y optaba por insistir en la estrategia de luchas que tanto habían legitimado a la CTA en tiempos de la resistencia. Este conflicto político, agudizado a partir de la implementación de la Resolución 125 y de la persistente negativa gubernamental a otorgarle la personería gremial a la Central, sólo vino a estallar con las recientes elecciones internas, pero su prolongada irresolución sustrajo a la CTA de tener un papel más dinámico en la construcción de una opción de masas que contribuyera a afianzar la etapa abierta en 2003.
Se acabaría en un absurdo reduccionismo si se justificaran las decisiones de Kirchner de apoyarse en la CGT encabezada por Hugo Moyano y de asumir la dirección del PJ porque los otros actores eran secundarios de por sí o inexpresivos a la hora de acumular y construir poder propio. En materia política nadie regala nada y el santacruceño no sería la excepción. En todo caso, habrá que bucear en su declarada estrategia de refundar desde arriba una burguesía nacional, en la intangibilidad de la estructura estatal heredada del neoliberalismo y en el principio de no reprimir el conflicto social, para hallar las explicaciones más precisas a las alianzas que él jerarquizó. Como fuere, no es ése el objeto de estas breves líneas.
La formidable reacción popular que despertó la súbita muerte de Néstor Kirchner ya debe ser considerada como su victoria póstuma. Se trata de un pueblo movilizado, que no duda en manifestar con irreverencia su dolor, pero que también acude a rodear a Cristina Fernández para espantar a las aves carroñeras del poskirchnerismo y, al mismo tiempo, para proclamarla como su máxima representación para las elecciones de 2011.
¿Cuál debe ser, de ahora en más, el papel de los movimientos sociales y de las centrales sindicales? ¿Cuál será, en definitiva, si aceptan que millares y millares de hombres y mujeres han acudido espontáneamente a esta cita con la Historia? ¿Podrán sortear el cerco de la legítima reivindicación sectorial para proyectarse hacia el todo social? ¿Tendrán las reservas suficientes para ser artífices de una nueva cultura política que condicione a las ingenierías electorales y al poroteo como modus operandi de la carrera política profesional? ¿Percibirán que aquello que comenzó en 2001 y se expandió desde 2003 es una época histórica que, para continuar, requiere del protagonismo directo de los trabajadores y el pueblo? ¿Advertirán que ese protagonismo requiere de nuevas y osadas formas de representación y decisión que alberguen la pluralidad de voces, biografías y legados emancipatorios que en estos días se expresaron en calles y plazas?
A medida que transcurra el tiempo entre la muerte de Kirchner y el borroneo de respuestas a esas preguntas es probable que irán apareciendo más y graves interrogantes. Pero lo que es seguro ahora es que una época histórica como la presente también puede evaporarse en un segundo. De manera que no hay recetas y hay que crearlas porque el desafío sigue abierto. Quizás en ello radique el legado final de Néstor Kirchner.
* Sociólogo, Conicet.
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