Jueves, 26 de mayo de 2011 | Hoy
Por Miguel Briante
El pueblo es uno solo, pero lo parte en dos una calle y tiene dos nombres: Frontera y San Francisco. La calle es la división entre las provincias de Córdoba y Santa Fe, una raya más imaginaria que real, una ficción desmentida por la geografía pareja, que repite las mismas sombras en los mismos crepúsculos, y el mismo silencio, en las siestas. Los chicos cruzan tranquilos, de un lugar a otro, de un pueblo a otro –es un decir– sin saber que cruzan hilachas de una historia que se pierde hasta la controversia: sólo los minuciosos archivos podrían decir –si alguien los revisa– qué fue primero, si la frontera o el santo, la calle o el capricho de un agrimensor. Así lo cuenta don Manuel, antiguo peón de campo, hombreador de bolsas, albañil, jornalero. “Si alguna vez hubo rivalidad –cuenta, como con los dedos– ya nadie se acuerda. Es raro, pero estamos acostumbrados. Estamos acostumbrados a explicar lo de los dos pueblos, para afuera, pero acá, adentro, la calle no existe.” Estaba, existía. Porque de pronto, hace unos dos meses, algo vino a recordar que la calle parte en dos al pueblo que es un solo pueblo. “La hora –dice don Manuel–, la hora oficial.”
“Un día nos despertamos y acá eran las siete de la mañana y allá eran las ocho, ¿ve?” No, no se ve. ¿Acá, Allá? “Acá –dice don Manuel, con resignada tristeza–, en Córdoba, eran las siete, ¿ve?” No dice Frontera, no dice San Francisco. De golpe. la hora oficial los partió en dos. “Porque pensándolo bien, yo nací allá, en Santa Fe, y ahora todo se me parte en dos, por una calle. Hora de acá y hora de allá dicen ahora, preguntan, y uno ya no sabe bien dónde está, quiénes”, debe querer decir don Manuel. Toma, lento, su ginebra y el Pardo Gómez lo mira, lo chucea. “Vos estás viejo, Manuel. No entendés los tiempos, el progreso. Ahora estamos con los norteamericanos, tenemos hora del Este y hora del Oeste. Somos bien modernos, somos”, y celebra alzando su vaso de vino. “Sí –dice don Manuel, y mira por la ventana de la fonda hacia la calle–, pero, ¿por qué, ahora, desde hace nada más que dos meses, el Este empieza ahí nomás?”
Desde la otra mesa, un señor de traje y corbata –gastados, la corbata, el traje, los zapatos–, mientras le echa un poco de caña Legui al pocillo de café, alza apenas la voz y sintetiza, de cara más a este cronista que a los parroquianos: “Es el proceso de libanización que vive el país, yo siempre digo. Para mí que es una acción carapintada, digo yo”. Lo miran. “Estamos hablando de la hora”, dice el Pardo. “No de política”, dice don Manuel. Desde atrás del mostrador, Arispe –el dueño de la fonda– mira la hora en el viejo reloj de pared y dice: “No sé, pero otra vez el panadero vino antes de que abriera y se fue. Y el carnicero me despertó una hora antes”. “Eso le pasa –dice el Pardo, que vive del otro lado de la calle, al fondo– por ser de este lado. Ustedes, los del Oeste, están una hora atrasados.” “No, eso les pasa a ustedes, por hacerse los adelantados. El Cholo Flores, que se había retirado, está por abrir de nuevo la panadería, que está de este lado. Y mañana le empiezo a comprar la carne a Loizaga, aunque hayamos estado tantos años sin saludarnos.”
A la tercera vez de meter la caña Legui en el pocillo –al tercer pocillo–, don Braulio, el periodista del lugar (¿de qué lado, de qué lugar?) repite que es la libanización, y que es una acción carapintada, para dividir y reinar, y que están atacando algo fundamental para el país, el cimiento del porvenir, la enseñanza. “Las escuelas, mire –dice, declama–, están despatarradas. Los chicos de acá que van a las escuelas de allá llegan una hora más tarde y los de allá que vienen a las de acá llegan una hora más temprano.” Don Manuel lo interrumpe: “No, don Braulio –le dice, como quien le habla a un borracho–, es al revés. Los de allá que vienen a la escuela de acá llegan una hora más tarde y los de acá que van a la escuela de allá llegan una hora más temprano”. El Pardo y Arispe intentan desenredar la madeja, perfeccionada por el alcohol, pero sin serenidad. También el cronista se pierde y apenas alcanza a escuchar que el Pardo le dice a don Manuel, o al otro, a don Braulio, no sabe: “Pero usted –como si lo obligara a definirse en uno de los dos bandos–, ¿de qué lado está?”. Atropellado, el periodista local intenta explicarle al forastero ciertas cosas, esa zanja en el tiempo que nadie entiende, y alcanza a enumerar fatalidades, a prometer desgracias: ya no hay paz, en las siestas, porque las madres de un lado y del otro no coinciden en la hora de encerrar a los chicos, los novios se desencuentran, un hombre vino y encontró a su mujer con otro y ahora está preso porque los amantes no habían cambiado la hora en sus relojes, el cura confunde más todo porque trata de conciliar a los dos bandos haciendo que el reloj toque todas las medias horas.
“Y después está lo de fin de año –dice el Pardo–, acá nadie sabe a qué hora lo vamos a festejar, a qué hora se saluda, a qué hora se tiran los cuetes, a qué hora se brinda.” Don Manuel levanta la ginebra: “Eso es lo único bueno –dice–, dos veces, todo dos veces. Las cañitas dos veces, la sirena de los bomberos dos veces. Y sobre todo el brindis, dos veces”, dice y se manda otro trago.
Abrumado por el enigma que no alcanza a dilucidar, perdido y sin saber en qué hora vive, el cronista decide caminar por la mitad de la calle que separa a San Francisco de Frontera. Camina justo por el medio, como quien va por un alambre, haciendo equilibrio, mirando el piso y abriendo los brazos. Por el mismo alambre, por el justo medio, en sentido contrario, avanza un muchacho. Tiene un reloj en cada muñeca. El sol está en plomada con la calle, en la hora sin sombra.
–Buenas tardes –le dice el muchacho, mientras el cronista mira su reloj y piensa hacia qué lado se tiene que desviar.
(Publicada el 19 de diciembre de 1990)
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