Jueves, 26 de mayo de 2011 | Hoy
Por Sandra Russo
Había una vez, cuando éramos adolescentes, un mundo así. Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor, cantaba por ese entonces Spinetta. Mañana es mejor, creíamos a coro. Pero, pese a lo rozagante, no éramos todos iguales, qué va.
Algunos se ponían la Fred Perry o la Lacoste, los zapatos de Guido, los Levi’s importados que se compraban en la Galería Internacional y escuchaban a los Bee Gees o a los Carpenters. Jugaban al rugby o al hockey, y era allí, entre el sudor y el barro y los entrenamientos y la férrea gimnasia de jugar en equipo, cuando eran más felices y cuando eran mejores.
Había otros que usaban los Lee gastados y camisetas blancas o camisas escocesas, que usaban zapatillas Flecha pero sin inocencia, es decir con la absoluta conciencia de que una Flecha no era una Topper. Esos mencionaban de vez en cuando las palabras fascismo y comunismo, sin explayarse ni dar detalles, por miedo a decir gansadas. Clavaban chinches alrededor del poster del Che que tenían pegado en sus cuartos, se sabían de memoria la Cantata de Santa María de Iquique y miraban deslumbrados a sus hermanos mayores, que por aquella época jugaban otros juegos.
Después estaban los otros, que empezaban a pasarse los poemas de Rimbaud. Usaban musculosas desteñidas, vestidos largos, zuecos de Gurú Maharaji, cualquier cosa que fuera o pareciera hindú, pañuelitos al cuello. Prendían incienso, fumaban porros, enhebraban collares de mostacillas, iban al cine Arte a ver Rey por inconveniencia, leían a Huxley, a Hesse, a Fromm y a Cortázar. Los varones se saludaban con un beso, una costumbre que era observada con recelo y suspicacia por los varones de las otras tribus. Las chicas no se pintaban ni tomaban sol.
Lo que se interponía entre éstos, aquéllos y los de más allá era un microcosmos que incluía una ética y una estética. Ninguno quería parecerse a los otros, pero todos estaban muy interesados en parecerse a los propios. Todos vivían inmersos en un mundo de códigos precisos. Desde un zapato hasta una lentejuela pegada en la botamanga de un vaquero, la vida transcurría entre señales. Apelar a ellas era como hacer un guiño, tirar una bengala, agitar los brazos por una ventana de una casa en llamas.
Lo que estaba bien para unos estaba mal para otros. Lo que algunos consideraban bello era careta o berreta o soso para los demás. Y cada cual sabía qué hacer, qué decir, qué cantar, qué leer, por qué llorar y de qué manera estar en el mundo.
No debe haber sido todo maravilloso, porque ese orden aparente no era más que el preámbulo de un desorden subterráneo que estalló poco después, barriendo con unos, con otros, deshaciendo todos los tejidos milagrosos de la juventud. Poniendo en su lugar una red de miedo y desconfianza contra la que nos pasamos rebotando el resto de nuestros años felices.
Bien. Hoy hay sandalias tipo Birkenstock de todos los precios y para todo público. Hay microminis y polleras pareo, palazzos hindúes y musculosas de hilo de seda, jeans elastizados y tops de lycra. La construcción de un estilo estético es hoy una iniciativa privada, pero ésa es sólo la anécdota que revela que también la ética quedó librada al trabajo individual.
La estética se homogeneizó, quedó despegada de la ética. La construcción de un estilo y de una escala de valores requiere mucha atención, que no todos están dispuestos a prestar. La mayoría de las chicas quiere lucir como modelos, la mayoría de las mujeres quiere lucir como sus hijas. Las bengalas de colores han sido reemplazadas por imágenes sin texto, porque leer es aburrido y nos hemos adaptado a ver la realidad como un clip de cámara móvil y edición vertiginosa.
Las interpretaciones son engañosas y hasta ridículas, porque la gente no anda por ahí para que la interpreten. Sólo hay lugar para cierta añoranza y un leve rastro de melancolía, porque mañana iba a ser mejor, y hoy es mañana, y si lo esencial era invisible a los ojos, entonces era que no había nada esencial.
(Publicada el 9 de febrero de 1995)
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