Viernes, 13 de enero de 2006 | Hoy
A no ser por algunos detalles íntimos, la residencia del ex presidente parecería un despacho oficial. Un viejo mucamo, que habla sucesivamente en castellano, en francés e italiano a los visitantes, nos hace pasar. Frente al cronista aguarda un joven. Parece un artista. Y un hombre maduro, que no tiene psicología definida. La espera se prolonga. El secretario del doctor Alvear sale a recibirnos y nos pide que aguardemos un momento. Mientras tanto echamos la mirada a un tapiz. Representa la escena de una batalla. Un centurión galo parece amenazarnos con la espada. El tapiz, con sus figuras amarillentas, parece confiar acaso el resultado de la lucha indecisa al filo del “gladium”. A lo lejos vese una galería, una sala, un mueble que tiene una serie de porcelanas chinas y encima un óleo con un paisaje de Nápoles. Después de aguardar un rato, nos hacen pasar al escritorio. Sobre la biblioteca del doctor Alvear, tres óleos conservan el retrato de tres generales. Triple cita histórica presidiendo el gabinete de color caoba, donde los sillones tienen el aire típicamente francés del siglo pasado. Pero la vista no alcanza a valorar sino los útiles del escritorio, labrados en plata, cuando entra el jefe del radicalismo con un “¿Cómo está?”. Esa sola frase y un ademán nos llevan a un ángulo y prolongan la conversación.
–Después de haber entrevistado a los hombres del gobierno, hemos querido ver a los jefes de los partidos. Acaso usted tenga que decirnos algo con respecto a la política general.
–Es probable –nos dice el doctor Alvear–; pero no así, en un reportaje. ¿Cómo podría opinar sobre cosas tan complejas en una simple conversación?
Durante un momento, nuestro entrevistado se defiende y echa mano de las mejores razones para eludir el tema.
–Si al menos se tratara de una cuestión concreta...
–¿Y por qué no?... Nos interesaría, por ejemplo, saber adónde va el radicalismo.
–He manifestado en declaraciones periodísticas, en discursos y conferencias, muchas veces, adónde va el radicalismo y también lo ha declarado el partido, por intermedio de sus diferentes organismos. ¿Dónde va y qué busca el radicalismo? Se ha dicho con mucha frecuencia, pero coincidiendo siempre: busca la normalización del país y la fraternidad entre todos los argentinos, sobre la base del respeto a la ciudadanía. Pero hay cosas importantes sobre las cuales no se ha hablado bastante.
Comprendemos de inmediato que el doctor Alvear está dispuesto a abandonar su persistente negativa, porque en el fondo es un hombre cordial. Agrega:
–Me refiero a la penetración de las ideas totalitarias.
–¿Considera usted que esa penetración tiene importancia?
–Sí, más de lo que la gente cree. Y la culpa de que esas ideas se difundan la tienen quienes no han sabido ser fieles al espíritu de la democracia; quienes, para permanecer en el gobierno, han hecho caso omiso de la voluntad popular, apelando al fraude para encaramarse en las posiciones públicas. Esto ha suscitado desconfianza en el ciudadano y lo ha retraído de los comicios, provocando esa apatía que se ha presenciado en algunas partes.
–En muchas partes, como es de pública notoriedad, el pueblo no ha podido votar ni elegir según sus derechos y preferencias. Pareciera que la clase dirigente ha querido imponerle soluciones y esa clase dirigente, que pretende ser una “elite”, no ha encontrado el modo de servir a grandes ideales. De ahí la desconfianza que reina en torno de algunos hombres políticos. Pero, felizmente, el país posee una auténtica clase media y un pueblo que no ha perdido sus reservas morales. Viajando por las provincias, especialmente por las provincias del Norte, he visto a esos hombres emponchados del interior emocionarse en las grandes asambleas populares, con reflejos subconscientes del más puro patriotismo. Yo tengo confianza en esa fuerza.
–Se ha puesto en duda a la democracia, últimamente. Yo no dejo de reconocer que ella tiene sus defectos. Prácticamente los tiene. Pero considero que ellos son infinitamente menores que los que incuba y sufre cualquier otro sistema. Supongamos que Hitler y Mussolini tomaran un camino extraviado y anormal –que para mí ya están en él–, ¿quién podría detener el frenesí de su poder desatado y las arbitrariedades que cometiesen en el ejercicio sin freno de su voluntad? En cambio, ahí está el ejemplo de Francia. Hace algún tiempo se temió que en Francia pudiera imponerse el comunismo. Banderas rojas, huelgas, agitaciones, contribuían a formar un cuadro bastante inquietante. ¿Y qué hizo Francia? ¿Recurrió a la revolución o a la dictadura? ¿Cómo pudo superar sus dificultades? Le bastó un voto del Parlamento y un cambio de gabinete. Eso es la democracia y por eso yo creo en ella. El mal nuestro radica, a mi juicio, en que nuestros hombres, en general, no miran sino el presente. Han perdido la noción del mañana; dan la sensación de estar de paso. Son como el viajero apresurado que nada cuida, porque sabe que mañana tendrá que irse. Ese estado de espíritu impide pensar en el futuro. El que proyecta una obra pública, quiere inaugurarla él mismo, como si las obras públicas fueran destinadas a servir sólo a la generación en que se actúa. Pero quiero recordar el pensamiento de un escritor célebre: “El tiempo sólo respeta la obra que se hace con su concurso”.
–Recordemos a Rivadavia, Sarmiento y Avellaneda: tres soñadores a quienes sus contemporáneos llamaron ilusos, pero cuyos sueños resultaron más realidad que la que concibieron los positivistas que los combatieron. Rivadavia, que sólo conoció Buenos Aires cuando no era más que una insignificante aldea, no más grande que cualquiera de nuestros actuales pequeños centros rurales, proyectó para ella avenidas, ochavas, un gran puerto, academias y facultades. Sarmiento soñó con cien millones de argentinos congregándose en torno de la bandera patria, y con ferrocarriles y escuelas cubriendo todo el territorio. Avellaneda contempló y encaró el problema de la tierra pública cuando el país era casi un desierto. Esos hombres pensaban por encima de su generación. Miraban hacia la eternidad de la patria.
–Se diría que el país ha ido perdiendo grandeza a medida que se ha ido creciendo. Esto se observa hasta en los detalles. Se ha achicado racialmente, espiritualmente y también desde el punto de vista político. Racialmente, porque asistimos a un problema antes desconocido: el de la “denatalidad” y la despoblación que se acentúa. Espiritualmente, porque pareciera que ya no pensamos con amplitud, con generosidad. Políticamente, porque sólo se piensa en el poder y no en la utilización del mismo para servir a los intereses generales. Así vemos limitar la entrada al país de los inmigrantes extranjeros. Una gran parte de nuestros hombres políticos destacados, que han servido con eficacia y con dignidad a la Nación, fueron o son hijos de inmigrantes en primera generación. Esos extranjeros se han adaptado al país y lo han enriquecido. Pero ahora, como se piensa en pequeño, las puertas se cierran. Pero tampoco realizamos lo suficiente para el hijo de la tierra. En mis viajes a través de la República he visto niños descalzos, andrajosos, que padecen enfermedades, miserias y hambre: es urgente ocuparse de ellos, pero no sólo con proyectos, sino realizando la obra indispensable para evitar la pobreza. Hay regiones en que los niños revelan un doble empobrecimiento, físico e intelectual que debiera preocuparnos seriamente. Mientras tanto –¡tremenda ironía!– hemos asistido a los homenajes reiterados que se le hicieron a Sarmiento. Pero Sarmiento defendió la tesis inmigratoria; trajo sabios y maestros extranjeros, porque creyó que éstos podían mejorar nuestro plan de civilización, y así sucedió, en efecto. Como usted ve, en los hechos se niegan las palabras.
Aquel espíritu amplio quería que progresara el país desde su niñez a pasos de gigante, y hoy parece que se quisiera limitar el ritmo de la vida argentina, caminando con paso vacilante e inseguro.
Hay que pensar lejos, para cuando uno mismo ya no pueda presenciar las obras que inicia. Aunque nadie pueda hacerse ilusiones de actuar indefinidamente, por una ley inexorable de la vida, hay que mirar a la Nación más con ojos del porvenir que del presente.
–Mucha gente se sorprende de que a mi edad, cuando tendría derecho al reposo, me entregue a una tarea permanente, con todas las fatigas, y amarguras que ella suele traer. Pero, es que me sostiene un optimismo invariable, la fe en el pueblo y en la democracia y la convicción profunda del progreso de mi país, cualesquiera que sean las vicisitudes por que atraviese. El destino de los pueblos puede ser interrumpido o detenido en su evolución, pero nunca anulado, y la Argentina tiene un gran destino que llenar, al que llegará tanto más pronto cuanto mayor sea el esfuerzo que realicemos por el bien común, por el progreso y la civilización argentina, los hombres que actuamos en cada hora, en esa marcha continua de la Nación hacia su porvenir.
El doctor Alvear se levanta.
–Continuaremos otro día, amigo periodista –y nos tiende la mano.
En la sala esperan varios visitantes. Y las figuras del tapiz siguen librando su batalla tenaz, sin pedir tregua. Una batalla de largos años.
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