Martes, 24 de enero de 2006 | Hoy
Entrevistado por Hugo Monzón y Alberto Szpunberg
La Opinión Cultural,
10 de agosto de 1975
Podríamos comenzar por revivir esos viejos años en que usted empieza a trabajar en Rosario.
–Eso de “viejos años” no sé, pero debo confesar que llegué a ver el cometa Halley. Iba al colegio y todos los chicos salíamos a la calle para ver el cometa. Era todo un acontecimiento. Yo andaba de pantalón corto. También recuerdo el primer aeroplano que vi pasar. Volaba, como quien dice, a baja altura, con esos movimientos de vuelo de pájaro tan extraños. Yo tenía siete años, eso sí; pero las fechas exactas de esa época se me escapan. Tendría que hacer cálculos. Creo que todo eso pasó entre el ‘10 o el ‘12 allá en Rosario, una ciudad que estaba en crecimiento. Vivía en un barrio próximo al Ferrocarril Central Argentino, donde mi padre tenía una sastrería. Era una barriada que al principio prometió mucha prosperidad pero que después se fue quedando. Pero un día mi padre levantó todo y se fue a Italia. Tuvimos que ir todos con él, pero después comenzó la guerra. Sin embargo, el barrio fue para mí como un mundo. Tenía calles donde todavía era posible jugar a la pelota. Las calles... me acuerdo que crecían los yuyos entre las piedras, porque que pasara un coche era casi tan extraordinario como el cometa, casi insólito. Ahora todo es distinto, no sólo en Rosario. Hasta la pampa está cambiada. Pasa en todos los países; en todos lados corren los mismos Ford o Fiat y en todas las vidrieras del mundo los artículos de plástico son casi todos los mismos. Sin embargo, hay que saber captar la tipicidad y percibir que todas las cosas pueden parecer las mismas, pero no son iguales.
–Ese chico que se deslumbraba con el cometa y con el aeroplano, ¿cuándo se dio cuenta de que iba a ser pintor?
–Siempre me gustó dibujar y ya en Rosario todos le decían a mi padre que me hiciera estudiar pintura porque veían en mí ciertas aptitudes. Pero en ese Rosario no había nada de nada, salvo un taller de vitraux adonde finalmente mi padre me llevó. Tuve la suerte de estar cerca de unos catalanes maravillosos, que eran los dueños, y que me iniciaron en la plástica. Después todo siguió su curso. Me gané una beca y me fui a España y de ahí a Francia. Ya estaba en Europa donde bullía la vanguardia estética de este siglo. Cuando volví del Viejo Mundo, la gente de Rosario no podía creer qué habían hecho conmigo: evidentemente, me habían mandado a Europa para que volviera convertido en un pintor serio, como ellos lo entendían. Y volví imbuido de una concepción del arte novedosa. Por supuesto, para mí también reencontrar a mi patria era un choque. La Argentina desde acá no es lo mismo que la Argentina desde Europa: no podía seguir en la vorágine de la cultura y la bohemia porque ni Rosario ni Buenos Aires eran –ni son– París o Madrid. Ser un artista en estas tierras significa otra cosa...
–¿Cómo era la situación de la plástica en la Argentina cuando volvió de Europa?
–Antes de la Segunda Guerra, que fue cuando volví, en la Argentina no existía un mercado de cuadros. No había cotización. Spilimbergo tenía que vender témperas de 30 por 40 a cinco mil pesos. Hablo del año ‘33 o del ‘34. Un cuadro sólo daba para cuatro o cinco comidas, y sin mucho vino. Creo que fue en 1936 cuando Spilimbergo hizo su primera exposición en Rosario y no vendió nada. Era tremendo... Hoy en día, sin ser una maravilla, cualquier muchacho más o menos se defiende, con un poco de promoción. Pero entonces...
–Usted siempre permaneció fiel a una línea realista. En esa época a que se refiere, muchos plásticos, por lo general de izquierda, hacían del realismo su bandera...
–Algunos hablaban en términos de realismo socialista, pero socialista o no, hacían verismo, un realismo vulgar. Para mí, el realismo era una suerte de denuncia pero que implicaba libertad expresiva amplia en cuanto a los medios con que se manifestaba. No hacía hincapié sobre el tipo de imagen que se debía emplear o el estilo. Sucede que en un país como el nuestro, el desarrollo de la pintura no puede estar desligado del desarrollo general de la sociedad. Sin un desarrollo integral, no hay pintura desarrollada. Es una engañifa. En esa época yo pensaba –y lo sigo sosteniendo– que la función del intelectual es esclarecer las conciencias. No es que el intelectual o el artista sean decisivos en la economía o en la política, pero forman parte. Darse cuenta de esto es importante para el intelectual y el artista así como para el mismo desarrollo de la economía y la política. Es cuestión de tomar conciencia de los vasos comunicantes que vinculan a cada individuo –sea artista o no– con los demás individuos. Porque el aislamiento no existe, es un mito. Ya en esa vieja época se discutía lo del compromiso y se lo hacía tan mal como todavía ahora se sigue con eso. Aun el que dice que no está con el compromiso, se engaña. Niega que, en realidad, lo que le pasa es que está comprometido con otra cosa. Siempre hay un compromiso. Desde un comienzo pensé esto. Ni qué hablar que están aquellos que se comprometen con una mentalidad de tipo oligárquico que exige siempre del artista una sonrisa, una imagen optimista de la vida. Total, para ellos las cosas andan bien... Claro, el otro tipo de compromiso tiene también sus inconvenientes...
–¿Cómo ubica los actuales movimientos artísticos de protesta, el disconformismo de las nuevas promociones?
–Voy a ser sincero. En este disconformismo actual sólo veo una especie de catarsis de cierta burguesía mediana que busca aliviar su conciencia. Es como una limosna que se tira a los mendigos... El asunto es saber llevar el arte al plano de la eficacia, de la contundencia. Es entonces cuando la protesta se vuelve peligrosa y es cercada por el silencio o, ¿por qué no? también por la represión. En 1933 hice, para un sindicato de oficios varios de Rosario, dos pinturas grandes. Recuerdo que un día cayó por ahí la policía y puso fin a tanta plástica. Y no me lamento de eso. Forma parte de las reglas del juego...
–Sin embargo, hay una cierta frontera del compromiso que, al transgredirla, la obra de arte misma resulta comprometida negativamente.
–Ya sé, se dice que no hay que caer en el panfleto. Pero yo creo que, en un momento dado, el mismo panfleto puede ser una obra de arte. Cuando Maiakovski escribía muchos de sus poemas, ¿no hacía panfleto? Pero se mantenían como obra de arte. Establecer el límite entre una obra de arte y un panfleto es muy difícil, así como es difícil establecer si aquel señor que decide hacer una obra de arte realiza realmente una obra de arte. La Marsellesa fue un panfleto y El fusilamiento, de Goya, ¿qué fue? Si hasta lo pintó en dos días... Lo que pasa es que ciertos ortodoxos creen que todo debe ser panfletario. Ese es un error... Es que no se puede establecer ninguna regla previa...
Uno ve cómo hoy en día, en Europa, la corriente del hiperrealismo está tomando cuerpo. Bueno, al fin y al cabo, no es más que un derivado del realismo socialista. De hecho es así, aunque a muchos hiperrealistas no les guste. Vale decir que, después de tanta sangre y tinta que corrió, todas las acusaciones contra lo que sucedía en Rusia ahora se convirtieron en letra muerta. Hay que reconocer que, en cada momento histórico, el arte tiene que decir sus cosas a su manera. La legitimidad que tuvo el cubismo en su hora, por ejemplo, es siempre valedera, pero su vigencia está sujeta a un período determinado de nuestro siglo. Por eso es que toda la corriente posinformalista o poscubista no tuvo futuro, así como el posimpresionismo tampoco cuajó. Todos los que vienen detrás de una gran eclosión artística y pretenden continuarla al margen de la historia y de la vida sólo sobreviven, o sea, se las ingenian para demorar la muerte, pero no viven con plenitud.
–En su trayectoria, pese a múltiples idas y venidas, incursiones en el collage o recurrencia al surrealismo, ¿siempre estuvieron sustentadas por la misma concepción del arte?
–Cuando me hice compañero de “Juanito Laguna” recurrí al collage después de haberlo dejado desde mi época surrealista, allá por 1932. En esa época usé mucho collage en base al fotomontaje, principalmente en trabajos que hice para algunas instituciones políticas que ya han desaparecido, tanto las instituciones como mis obras. Esta última pérdida no me duele, porque nunca tuve alma de propietario, así que nunca me importó especialmente conservar mis creaciones. Con “Juanito” fue volver al collage pero totalmente determinado por mi interés expresivo. Buscaba cierta densidad en la obra relacionada directamente con ese personaje y el ámbito de ese personaje. Justamente, la idea de emplear materiales de rezago vino de que estando yo en las barriadas, en las villas, veía toda esa gente ahí, en la miseria, aprovechando los restos de la sociedad de consumo, los residuos: cajones viejos, arpilleras, latas, chapas oxidadas. Para mí se convirtieron en elementos narrativos del personaje que debían –y pedían– estar en mi creación. Por eso mis collages de “Juanito” no tienen ningún interés gratuito. En cuanto a su composición realista, ella es la continuidad de toda mi obra a través de medios diversos de expresión. En este sentido, los collages no niegan lo anterior sino que lo profundizan, le dan mayor desarrollo.
Es decir, yo soy un pintor que está viviendo con la vida, con los hechos y éstos cambian permanentemente. Además, estoy aferrado a lo nuestro, a esta circunstancia. La Argentina no es Europa ni Norteamérica. Hay que pensar que en el país, aun las clases altas suelen usar objetos que en los países metropolitanos los mandan a la quema. No se puede desconocer esta realidad. Querer hacer toda una programación estética en base a las últimas conquistas de la ciencia y la técnica es una utopía en este país. Cuando estuve en París me encontré con un amigo que venía de Londres, donde había visto una exposición de artistas japoneses donde usaban no sólo acrílico y haces de luces sino hasta rayos láser. “Era maravilloso —me comentó–, pero no sabés la millonada de dólares que eso costó...” En la Argentina no podemos ni soñar con eso. Cuando uno se desliga de esta problemática corre el riesgo de equivocarse mucho.
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