Jue 25.01.2007

ESPECIALES • SUBNOTA

Crimen y política

› Por Cristian Alarcón

De aquel funeral queda ese ruido áspero de pasos arrastrándose sobre el cemento tras el féretro. Y el sonido metálico de las viejas cámaras reflex, cuando no existían las digitales, que apuntaban respetuosas al cortejo desde lo alto de los panteones del cementerio de Avellaneda. “Parecen un pelotón de fusilamiento contra la muerte”, escribí esa noche. Eran las primeras crónicas en este diario, y el comienzo de muchas más, en la larga cobertura del caso que estuvo en la tapa de los diarios a lo largo de todo el año ’97. La muerte de José Luis Cabezas significaría para toda una generación de periodistas, sobre todo para los que comenzábamos entonces, una larga lista de enseñanzas sobre cómo se digita la información desde las fuentes oficiales, cómo se montan las operaciones, cómo se miente desde el poder, y sobre todo, cómo funcionan las mafias ligadas al poder. Cuando José Luis Cabezas fue acribillado en Pinamar los argentinos aún no tenían clara la relación entre crimen y política.

A los pocos días del crimen, una tarde al entrar al diario me esperaba un remise que me llevaría a Dolores por algunas de esas fotocopias que al comienzo se hicieron para los periodistas desde el juzgado. Un trámite de rutina. Un viaje de ida y vuelta. Pero una vez en el pueblo al que el caso Cabezas le cambió la vida, la vuelta no se dio. Ni al día siguiente. Ni al posterior. Pronto hubo que comprar ropa para irse quedando. La primicia acuciaba. El país parecía reclamar que el caso no se olvidara. Santo Biasatti se despedía cada noche: “No se olviden de Cabezas”. El gremio, la jauría herida y amenazada, no cejaba en una cobertura que llegó a tal nivel de intensidad que ya no alcanzaron las camas de los hoteles en Dolores. En las jornadas de declaraciones claves llegábamos a ser 150 trabajadores de prensa en esa ciudad que lucía sitiada de cámaras, convulsionada por los malos hábitos de quienes nos íbamos convirtiendo en locales de a poco, sin querer.

Con el crimen de José Luis a sus contemporáneos tocó cubrir la más exagerada mentira de la Bonaerense, y el peor de los intentos del propio ex gobernador Eduardo Duhalde de zanjar el escándalo político con una salida rápida y efectiva a la que pronto bautizamos “Los Pepitos”. ¿Alguien se acuerda de Carlos Redruello? Redruello era un tipo bajo, magro, de bigotitos, con una capacidad extraordinaria para armarse un testimonio ficcional con cuatro datos reales. Con su testimonio la Policía Bonaerense, y el juez de la causa, José Luis Machi, encerraron a Margarita Di Tullio, “Pepita la Pistolera”, a su novio, Pedro Villegas, y a otros tres personajes del puerto marplatense durante más de dos meses. A ella la acusaban de ser la “instigadora del crimen”, a ellos los autores materiales.

Cuando contábamos en Página/12 la génesis de esta línea de investigación que intentaba ocultar la verdad escribíamos que en Punta Alta un periodista local había recibido la visita de un ex presidiario, que ya en contacto con el gobierno fue llevado en avión hasta La Plata para que hablara con el jefe de policía, Pedro Klodczyk, el de “la mejor policía del mundo”. Ante él dijo que en una fiesta con Pepita había escuchado que la dueña de los mejores cabarets del puerto dijo: “Hay un periodista de Noticias que nos está jodiendo. Hay que eliminarlo”. El mismo tipo, publicamos muy pronto, había hecho denuncias radiales sobre los más variados tópicos, incluida la muerte de María Soledad Morales.

Resultaba compleja la vida en Dolores durante esos meses. Sobre todo para los más novatos, que no pertenecíamos al grupo de medios que habían sido elegidos por el comisario Víctor Fogelman y sus laderos para recibir, como una hostia, cada día, el reporte oficial de los acontecimientos. De hecho es dable agradecer a algunos colegas que solidarios al caer la tarde dejaban caer los datos que muchos ansiábamos como comida en una hambruna, exigidos por nuestras redacciones, que debían llenar una tapa a diario. Era difícil mantenerse fuera de la gran interna que por entonces se jugaba no tanto desde los medios gráficos como en la TV. Allí el 13 y Telefé ya eran los emporios que se disputaban la primicia cotidiana. La tele imponía alianzas entre los que compraban la versión oficial sin fisuras a cambio de seguir obteniendo los datos día a día.

Página/12 nunca admitió que la versión de Los Pepitos fuera verosímil, y de hecho desde los primeros días informó sobre el rol central de policías bonaerenses como el luego condenado Gustavo Prellezo. La hipótesis con que el juez Machi procesó a Margarita y sus amigotes fue que José Luis los había querido extorsionar y por eso lo habían matado. Esto indignaba a la familia Cabezas, a quien finalmente debieron pedirle disculpas. El 11 de marzo del ’97 contamos que un testigo de identidad reservada había declarado que a Redruello le habían pagado 10 mil dólares para que ensuciara a Los Pepitos. Luego vendría la historia del testigo plantado: sus vinculaciones con la policía, la manera en que se preparó la trampa, los detalles de la mentira. Finalmente, la historia de los policías bonaerenses contratados para matar a José Luis.

A diez años del crimen, de la cobertura más extensa e intensa que se haya hecho en la Argentina de un hecho policial (“crimen y política” decía el encabezado con el que identificaba Página la cobertura del caso), el país vive, convive, con otra tragedia de la misma dimensión pero con diferente impacto, al menos mediático: la desaparición de Julio López. Sobre Julio no ha habido siquiera una versión inventada para conformar a la audiencia. No ha habido tampoco una reacción del colectivo periodístico comparable a la que suscitó la muerte de Cabezas. Su desaparición nos deja en silencio. Nos deja sin relato posible, aun sin el falso relato. En la crónica del funeral me encuentro con: “En el mismo cementerio donde el cuerpo de José Luis ocupará el nicho PB 755 todavía hay cuerpos sin nombre. Fueron enterrados hace unos 20 años en una gran fosa común de la última dictadura. Nadie sabe si entre ellos está el de alguno de los 92 periodistas desaparecidos en esa época, cuando grupos paramilitares usaban los métodos que usaron con Cabezas”.

Y en el comienzo de la cobertura aquélla surge la droga como el móvil que llevó a los asesinos a matar al periodista. El tráfico de cantidades de kilos hacia la costa en el que implicaban a policías bonaerenses los testigos que declaraban en el Juzgado de Dolores. Si se leen los archivos de hace diez años se puede hacer una lista de los males que perduran, y de los que crecieron. La matriz de la mafia está allí. La matriz del matrimonio más rentable de la historia, el del crimen y la política. Pensar el asesinato de Cabezas a diez años es pensar esa relación, es evaluar el poder de lo que está en las sombras, maldito, pero vivo.

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