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Adiós a Héctor Chimirri, ese Gordo irreparable

Periodista y editor, nacido hace 60 años en Buenos Aires, vivía en España desde los años de la dictadura. Durante dos décadas trabajó en los medios del Grupo Zeta, haciendo periodismo de investigación, creando y dirigiendo revistas, suplementos y colecciones de libros.

 Por Juan Sasturain

El domingo se murió en Barcelona el Gordo Chimirri. Tenía 60 años y es una lástima. El mundo se ha empobrecido, ha quedado un vacío –el Gordo ocupaba mucho lugar–, ha sufrido una especie de bajón de tensión, un parpadeo –el Gordo funcionaba un poco como usina– y Barcelona, para muchos de allá y de acá, ya no volverá a ser lo que era. El Gordo era una referencia, un saludable accidente geográfico y afectivo, un tipo insoslayable.
Héctor Chimirri fue genéricamente periodista, pero su práctica vocacional era la de editor. No editor en tanto dueño de editorial –dueño de qué, el Gordo...– sino como responsable de publicaciones: “El mejor organizador de fracasos del mundo...” ironizaría. En España, durante un cuarto de siglo trabajó en el Grupo Zeta donde pensó e hizo revistas, dirigió y coordinó medios y suplementos, concibió y llevó adelante colecciones de libros. De atorrante nomás, no escribía ni e-mails, pero sabía leer (la realidad y los medios) y sabía, sobre todo, hacer escribir. En la crónica exacta y emocionada que firmó ayer Roberto Guareschi en Clarín se reseña con justeza quién era y qué hizo profesionalmente el Gordo. Y eso, se insinúa y es verdad, es sólo la punta del iceberg; una buena metáfora –si no fuera tan fría y gastada– para un tipo tan cálidamente desmesurado y entero como Héctor, un hombre (un chico) grande.
Chimirri se fue –lo fueron, terriblemente– durante la Dictadura, y es de los que no volvió. Trasplantó familia –su mujer, Marta, se llevó desde Tucumán hasta las plantas– y mientras se criaban Matías y Renata se fue quedando y se quedó. Vino muy salteado después, pero tocaba y se iba. Sin embargo, aunque vivió casi la mitad de su vida en España y se integró plenamente desde el trabajo y sin el tango de la melancolía, estuvo siempre absolutamente “referido” a la Argentina (¿habrá pasado un día sin hablar por teléfono, sin leer los diarios por Internet?). Pocos tipos sabían tanto de lo que pasaba acá como el Gordo. Porque le pasaba a él.
Por la sangre tana del sur, con el modelo de una mítica abuela calabresa a la que siempre recurría, el Gordo era absoluta y saludablemente mafioso. Alardeaba de sus amigos, cuidaba de sus amigos, quería y se hacía querer por ellos mientras jugaba a El Padrino: cuando se sentaba en los bares nunca daba espaldas a la puerta y más de un cinéfilo catalán lo confundió con su admirado Francis Ford Coppola –absoluto “separados al nacer”– caminando como si fuera el dueño de la vereda, como cuando era pibe en el barrio de San Cristóbal. El Gordo era, y le gustaba parecer, un desaforado.
Algunos –entre otros el que firma– lo conocimos, lo descubrimos como a un continente, en los ochenta; fue nuestro editor, amigo y compañero. Puso la mesa, la cama, la oreja y el papel en blanco para nosotros. Nos editó las novelas y las historietas, nos prestó o regaló pilchas, nos llenó de historias y de amigos compartidos unidos por las empanadas, el jazz y la novela negra: Chimirri era un cruce de caminos, un empalme ruidoso pero ordenado de autopistas.
Cuando estuvo en Ediciones B, entre muchas otras cosas lanzó la colección Cosecha Roja de policiales y –ya en los noventa– la bella Co&Co, cuya docena de números imperdibles todavía se pueden encontrar por Corrientes. Ahí están todos sus afectos: cine, historieta, jazz y literatura, el periodismo de investigación y el diseño cuidado. Y todo vivo, lleno de risa. El Gordo estaba tan vivo que no puede ser. Se murió de un infarto bárbaro, excesivo como él, a la mañana temprano y en media hora, tras un día normal entre amigos, una noche amorosa entrecasa. Aunque andaba jodido de la columna al final no estuvo ni un día en la cama. Como debe ser. Rabelais no se lo hubiera perdido. El que suscribe es uno más de los emocionados en la fila y de los que supieron ser sus amigos. De entre tantos argentos que pasaron por sus alrededores y se quedaron pegados se acuerda –porque los conoce– al voleo de Carlitos Ares, Alvaro Abós, Alberto González Toro, Juan Gasparini, el turco Bedoian, Guareschi, el chileno Dittborn, el colorado Kirchsbaum, Zampaglione, Susana Viau,Horacio Helena y la Chuchi, el Pájaro García Lupo y Pablito García Berdeja, el negro Altuna, Carlitos Sampayo, María Alcobre, el ruso Zentner, Nine. Y el que suscribe se olvida de muchos. Pero el Gordo seguro que no.

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