ESPECTáCULOS › CON LLUVIA, CONCLUYO ANOCHE EL FESTIVAL COSQUIN ROCK
Los poderes del rey Charly
García se adueñó de la noche del sábado, en la que también brilló Fito Páez. Anoche, el cierre multitudinario fue para Los Piojos.
Por Esteban Pintos
Desde Cosquín, Córdoba
Ayer por la tarde mutó de soleado a súper lluvioso y así recibió el comienzo de la última noche del festival Brahma Cosquín Rock: miles de chicos y chicas que llegaron a la ciudad para ver a Los Piojos –sin dudas, los dueños absolutos de la fecha– tuvieron que lidiar con el agua como acompañante molesto y persistente para vivir su noche de rock and roll soñada. Al cierre de esta edición, Pappo iniciaba su show con varios de sus trucos escénicos ideales para eventos como éste (actitud Pappo, largos solos y, por supuesto, “El tren de las 16”), mientras seguía lloviendo; y se esperaba la actuación de Los Piojos –con la posible aparición de dos tercios de La Renga como frutilla sobre el postre– con el fervor acostumbrado. Así concluye la tercera edición de un festival multitudinario y pacífico (a excepción de un incidente, ayer, cuando la policía hizo bajar del escenario al grupo Subcielo, que había gritado consignas antipoliciales), perfectible en cuestiones de organización, generoso en el cartel artístico. Una buena idea puesta en marcha con más aciertos que errores. Uno de aquéllos, por ejemplo, el de haber reunido en un doble cierre de lujo a Fito Páez y Charly García, los dueños absolutos del sábado. Fito con su regreso al mundo rocker argentino; Charly con su aura de interminable, brindaron dos shows impecables. Antes de ellos, Vicentico y Babasónicos ofrecieron buenas canciones y calidad escénica.
Había expectativa por ver a Fito, hace rato alejado del “rock”, en un festival que es básicamente de “rock”. El artista rosarino ha recorrido un largo camino de dos décadas en la primera línea del espectáculo argentino: fue niño prodigio, secreto bien guardado, artista maldito, superestrella, opinador sabelotodo y caprichoso divo. Grabó discos brillantes, se dejó llevar por su ego, pagó el precio de los prejuicios ajenos, se enamoró, eligió exiliarse del “rock”, tuvo un hijo, hizo una película, se separó y sigue adelante. Ahora parece vivir una etapa de refundación personal y artística. Reorganizó y optimizó una banda de garantía (Guillermo Vadalá, Gonzalo Aloras, los dos pilares), reformuló su repertorio y vuelve a evidenciar ganas de mostrarse como músico en movimiento. Canciones no le faltan: “Giros”, “11 y 6”, “El chico de la tapa” “Ciudad de pobres corazones”, suponen un natural ejercicio de identificación para la mayoría del público joven que ocupa una ancha franja de entre 15 y 45 años.
Para casi todos los que andan por ahí, una canción de Páez significa algo, un recuerdo, un momento de vida, un instante detenido en el tiempo. Todo eso se puso en juego a partir de los primeros minutos del domingo, cuando Páez y su banda irrumpieron sobre el escenario Atahualpa Yupanqui. La respuesta del público no se hizo esperar. En cierto modo, este show de Cosquín bien podría ser considerado el del regreso de Fito al rock argentino, a un lugar que nunca debería haber abandonado. La imagen que sintetiza el concepto es la siguiente: Páez canta los versos de “A rodar” y debajo del escenario se agitan banderas del Che Guevara, otra que dice “Patricio Rey”, una argentina y un paraguas con la lengua stone y la palabra “Sarandí”. Con nuevos arreglos potenciando viejas canciones, y una cuidada interpretación, Páez se ganó un lugar importante en el imaginario ranking de buenas actuaciones en esta edición del festival.
Charly García, el rey de este festival (exige, merece y le dan tratamiento de tal), montó su habitual número de retrasos, vuelos perdidos y espera nerviosa antes de pisar suelo cordobés. Eso ocurrió recién a medianoche, del aeropuerto al centro de Córdoba capital y de ahí en limusina para recorrer los cuarenta kilómetros hasta Cosquín. Nada del otro mundo, tratándose de quien se trata. La otra parte de García, la más importante, quedó refrendada en su sello de calidad a partir de las dos de la mañana del domingo. Con algunas curiosidades. La disposición escénica suya y de la banda chileno-argentina que lo acompaña resultó idéntica a lade su último show en el Gran Rex, por ejemplo. Todos sentados en semicírculo, maniatando cualquier atisbo de movilidad y contagio, lejos del público (que de por sí ya está lejos en escenarios como éste). Esta formación estática pareció trasladarse al clima general del show, reflexivo, por momentos agrio (la elección de “Promesas sobre el bidet”, “Desarma y sangra”, y “Adela en el carrousel” reafirmó la sensación), como si se tratara de un hombre grande cansado ya de sí mismo y del personaje montado alrededor suyo. Apenas levantó un poco con “Pecado mortal” y la insuperable “Cerca de la revolución”, hasta que su hijo Miguel llegó para tocar y cantar “El karma de vivir al sur”. La aparición del muchacho ejerció un efecto balsámico en el viejo rocker, que no tan irónicamente se declaró “emocionado” luego de la interpretación.
Hubo un pequeño intervalo y cuando regresó, todo era diferente, mejor: arrojó “No toquen”, la nueva versión rocker de “Los dinosaurios” y hasta se permitió un segmento de variedades del planeta García (grabar con Keith Richards es la nueva obsesión). Hasta el final, Charly se calzó el traje a medida de único y verdadero rocker argentino: maquillado con aerosol plateado y mefistofélico en su mirada, jugando a dejar caer su holgado pantalón, tocando la guitarra como el estereotipo indica, tomó posesión del festival. La masa, rendida a sus pies, saludó con una larga ovación.