ESPECTáCULOS
Una escalera para siete mil aspirantes a famosos
El casting de “Escalera a la fama” provocó un caos de tránsito en el centro, con una masa de gente que ya sabe de memoria los códigos del género.
Por Julián Gorodischer
Walter se viste así sólo para ir a bailar, pero hoy es un día especial: los 7 mil en la cola, aspirantes a famosos, se calzan sus mejores trapos, plumas, vinchas, musculosas y se preparan para la batalla que incluye diversas postas: hacinarse, empujarse, memorizar la letra, imitar a un consagrado, esperar, volver a empezar. “La imagen importa mucho, ¿viste?”, dice un madrugador que está clavado en la puerta del Gran Rex desde las seis de la mañana (hubo quien se instaló el sábado). Esta “Escalera a la fama” promete desde el slogan: “Tu vida ya empezó a cambiar”. La avalancha llega desde los barrios y el Conurbano con la ilusión de ser solista, nada que ver con la comunidad “popstar”. Este sueño es individual y más rendidor, y consiste en formar parte de una escuela de artistas bajo el modelo del español “Operación Triunfo”. Y si no ganan, dice el compulsivo hacedor de academias de cantantes Gustavo Yankelevich, “que al menos tengan una oportunidad”, palabra en desuso por fuera de la pantalla chica, pero saturada, exprimida, en lo que refiere a la TV del 2003. Walter se peina con jopito sólo para ir a bailar, pero la gala merecía la superproducción. “Un poco en bolas, pero no tanto”, reza el manual que respetan ellos y ellas cuando suben de a centenas al escenario, y se mueven y tararean para una primera selección, en base a unos pocos requisitos: parecerse a un Mambrú o a una Bandana.
La ciudad empieza a conocerlos de memoria, a asimilarlos como parte de una fauna tan habitual como el administrativo que camina por Florida: aquí están, estos son los aspirantes, en cola desde el Bajo, cortando el tránsito y pasando el rato como pueden: hacen la ola a pedido del movilero, saludan, tiran besitos, se piden el teléfono o el mail porque (“¡Gracias a Dios!”, dice Walter) este casting es mixto. La avenida los recibe y los clasifica según su sistema de castas, bolicheros, rockeros, talentosos, miserables. A los últimos se los reconoce por el dedo que los señala, una risita socarrona del “producido” con cresta a la moda. Se los subestima por la inconciencia de venir así como todos los días, por la desesperación con la que se agitan en el escenario cuando Afo Verde los preclasifica. Necesitan trabajar, y entonces se suman al furor vocacional más importante de la década, a la noticia de que en la Argentina todos quieren ser cantantes. Por lo general se van sin la respuesta buscada: “Pasaste a la siguiente etapa”.
A los bolicheros como Walter se los ve repetir el estribillo de Mambrú con precisión de especialista, se los escucha pasarse el teléfono de la profe de canto o elogiar el último compacto de Magalí, pero a los otros, los que toman esta escalera como una nueva entrevista de trabajo, se los identifica fácilmente por la expresión reconcentrada, el esfuerzo por destacarse, el esmerado intento de complacer y la pregunta insistente: “¿Quedé, decime, quedé?”.