ESPECTáCULOS
Otro choque de culturas, custodiado por fantasmas
El musical “El fantasma de Canterville”, dirigida por Pepe Cibrián Campoy y Angel Mahler, reformula el cuento de Oscar Wilde.
Por Silvina Friera
El marqués ha vendido una de sus pertenencias más estimadas, el castillo de Canterville, pero se niega a dilapidar el honor, un valor que jamás podrá ser equiparado con otras mercancías que se exhiben para tentar al mejor postor. Aunque le advierte al señor Otis que la finca está embrujada, los nuevos propietarios –unos estadounidenses de pacotilla que quieren emular el estilo de vida de la aristocracia inglesa– se muestran más preocupados en ultimar los detalles monetarios de la transacción que en escuchar la extraña historia del fantasma, que hace más de tres siglos, desde 1584, regresa cada vez que se avecina una defunción en la familia del caballero. Esos norteamericanos de trazos gruesos desprecian el supuesto atraso de una Europa que todavía cultiva un postulado irracional: la certeza de que existen fantasmas. Los Otis se burlan de los consejos del marqués y se instalan, despreocupados y arrogantes, en el castillo. En la comedia musical El fantasma de Canterville, inspirada en el cuento homónimo del escritor Oscar Wilde (1854-1900), la virulencia que adquiere el enfrentamiento entre el pragmatismo americano y la cultura inglesa no es precisamente producto de la interpretación de Pepe Cibrián Campoy, responsable de la dirección general, autor del libreto y las canciones.
El propio Wilde se encarga de socavar a esas criaturas que no disimulan su prepotencia y autoritarismo. Los fantasmas, indignados por la venta de su eterna morada, reaccionarán haciendo sentir su presencia con murmullos y carcajadas siniestras. Son almas condenadas a deambular a través de una finca teñida por la sangre de un asesinato y la extraña desaparición de un Canterville. Cibrián Campoy se sirve del cuento para potenciar la exuberancia de estos individuos vulgares y arribistas, que irrumpen en la escena acompañados de cowboys, porristas, sirvientes latinos y abnegados soldaditos y marines, entusiasmados con lanzar sus bombas inteligentes para liberar a la humanidad, siempre acompañados por un relator de la CNN. De esta manera, los espectros que habitan el castillo parecen más humanos y reales porque tienen sentimientos elevados, aunque por los efectos de la iluminación, diseminada y tenue –como si se los observara a través de un velo– se los desplaza a un territorio de ensoñación y lirismo.
Sin embargo, Virginia Otis, una quinceañera encantadora e ingenua, es la única que demuestra una actitud diferente hacia el fantasma. Mientras sus padres y hermanos exhiben un lubricante para que el espectro engrase sus cadenas, Virginia se siente conmovida por la situación. El romance entre el fantasma (notablemente interpretado por Damián Iglesias) y la joven (encarnada por una solvente Giselle Dufour), invención de Cibrián Campoy, transforma radicalmente el cuento de Wilde. El amor es la única fuerza que puede reconciliar dos mundos a priori incompatibles. El dispositivo escenográfico en dos niveles y los retratos familiares distribuidos en los laterales de la sala convierten al teatro en unantiguo castillo encantado. Los efectos del humo y la prolongación de los ecos y las voces, que parecen salir de las espaldas del espectador, subrayan la intención de potenciar un ámbito mágico y envolvente.
Mahler, creador de la música original, ambienta con una amplia variedad rítmica esa caja de resonancia que transvasa el relato de un pasado remoto hacia un presente tan tangible como reconocible. Porque desde el inicio, la impronta antiimperialista enlazada con la redención amorosa aproxima y distancia las peripecias de la trama. En este sentido, el enviado de la CNN y los marines concentran sus esfuerzos en resolver el enigma de la desaparición de Virginia. Pronto encontrarán en el fantasma un “enemigo” ideal, peligroso y siniestro, del que sacarán provecho puesto que clonar y multiplicar al “mal” les garantizará su brutal impunidad.