ESPECTáCULOS › TERMINO “LOS SIMULADORES”, MUCHO MAS QUE UNA EXITOSA Y SOFISTICADA COMEDIA
Los sueños de una Justicia alternativa
Durante dos años, el grupo de expertos dirigido por Damián Szifrón concretó un auténtico fenómeno televisivo. El demorado final del ciclo subrayó su planteo ideológico: proponer una utopía social que buscara el regreso a un viejo orden de valores perdidos.
Por Julián Gorodischer
Después de dos años de Los Simuladores, Damián Szifrón logró construir un gigantesco planteo moral. Cada capítulo (y el final también) promovió un triunfo de valores perdidos sobre el devenir perverso del mundo. El de Szifrón fue el trabajo de un misionero: simular para encarrilar, hacer algo para enderezar las cosas torcidas. Los Simuladores incidieron siempre para que triunfe un modelo conservador de virtudes, o una manera de ser que alguien decidió mejor que otras y que se le impone a la víctima aun contra voluntad. En el final, por ejemplo, el empleado de una corporación es forzado a regresar a la vida pueblerina, su origen. El chico está cegado por la promesa del ascenso indefinido, por la ilusión de tener el “handy” con pantallita, pero la ronda familiar siempre será preferible a estar en las filas de la multinacional (que no casualmente es una empresa de TV por cable). Durante dos años, Szifrón promovió una manera de ser alla antigua, en la cual lo pasado de moda fue el símbolo de lo auténtico en oposición a lo nuevo como capricho o “careteada”. “Innovar hoy –dijo una vez– es vestirse con traje y corbata.”
Si Los Simuladores fue un boom es porque no se limitó a contar aventuras o enigmas policiales; diseñó una utopía social en la que lo perdido tuvo más valor, y por eso (pese a que el “empleado del mes” no lo pidió) fue necesario simular una farsa dantesca para restituirle el modelo original: fiestas en familia, vida en la provincia, primer amor. Después de la disolución del grupo, el mundo es –para Szifrón– un lugar más injusto. La Modernidad se ha extendido a todos los ámbitos de la vida provocando divorcios, familias quebradas, casamientos truncos, desempleo y pequeñas empresas fulminadas por las corporaciones. Los planos se detienen en un novio engañador, un hombre despedido, un padre divorciado. La elección no es trivial: sin Los Simuladores, sin esa Justicia “de reacción” que tuvo el Poder, la gente actúa con la impunidad de la acción amoral. Una pequeña empresa (el bar) se achica y despide a su mesero, una familia debe someterse a la rutina de un padre divorciado, una pareja se mete los cuernos. Esto no tiene nada que ver con la promesa del cuarteto: regresar a un estado “civilizado” de felicidad, anterior a la degradación.
Durante dos años, el grupo de expertos fue la consagración de un estado de las cosas previo a la globalización, que renegó del nuevo orden, y hasta previó un emisario (algo más que un chiste) para cazar a Bin Laden. Los Simuladores quisieron un mundo de fronteras definidas, donde el mendocino pudiera reinstalarse con los suyos, y cada cual atendiera el juego que le corresponda. En ese estado originario, libre de desvíos y ambición, se reinstaló un decálogo de pecados que, en cualquier caso, se asociaron a la mentira, la falsificación o la acumulación. Los únicos habilitados para pecar fueron los héroes. “Hicimos una Justicia alternativa”, dijeron en el final con la vehemencia de una declaración de principios. Fue el planteo ideológico más contundente que se escuchó en el ciclo, y la comprobación de que esto no tuvo nada que ver con una comedia pasatista. Fue, mientras duró, un modo de ejercer una justicia por mano propia que defendió una doctrina de la ilegalidad bajo premisa: “El fin justifica los medios”.
Antes de despedirse, hablaron de sí mismos, tematizados como sucede con todo programa que se vuelve “un fenómeno”, y parodiaron las razones de la separación de los actores (“quiero hacer mi camino”, dijo uno con ecos de manual de autoayuda). Y hasta se excusaron de una filiación machista (“una justicia de hombres para todos”) al decirse “Te amo”, uno a uno, hasta neutralizar el “macho”. Hasta hubo uno que se puso a llorar y pidió consejos sentimentales. Confirmaron el renunciamiento hasta dar con el final natural para todo sueño melancólico: el pesimismo. Ahora –entiende Szifrón– ya no habrá gente que proponga “esperar tres meses de relación antes de tener sexo porque si no llega el vacío” (Lampone dixit). Ni iluminados que defiendan el uso de cualquier medio (mentir, fraguar) siempre y cuando consolide una pareja o disuelva una estafa grave. El mundo se moderniza inevitablemente. ¡Ah, el horror!