ESPECTáCULOS › OPINION

Una marca en la pantalla

 Por Eduardo Fabregat

Fueron varios meses de espera para ver el último operativo, y la sensación es que el final de Los Simuladores no estuvo a la altura de todo lo anterior: el esperado epílogo logró superar el ya alto estándar de calidad de la serie, cerrando su historia con soltura narrativa, grandes actuaciones, notable tratamiento de la imagen y sutilezas de toda clase. Damián Szifrón, Federico D’Elía, Diego Peretti, Damián Seefeld, Alejandro Fiore y todo el equipo de producción y actores consiguieron así un pequeño milagro, comparable a esos simulacros que se hicieron moneda corriente durante dos años: hacer que prender el aparato de TV no fuera exponerse a más de lo mismo, sino una experiencia de puro disfrute. Un inolvidable último acto, que por añadidura dejó el terreno bien preparado para el regreso en formato cinematográfico.
Lo primero que debía resolver el episodio de dos horas, claro, era el tema Milazzo. Las últimas imágenes del lejano capítulo anterior habían dejado en suspenso la persecución del ex engañado a Ravenna, tras balear al detective privado Molero: la primera vez en toda la serie en que los simuladores parecían estar en real peligro. Pero el primer bloque dejó claro bien pronto que el cuarteto estaba bien preparado para volver a empaquetar al pobre Milazzo, diluirle el odio hacia quienes lo internaron un año en el Impenetrable y hasta someterse a un nuevo entrenamiento demoledor. El hombre terminó convencido de ser el elegido para liquidar nada menos que a Osama Bin Laden, y fue finalmente despedido en Ezeiza, rumbo a Afganistán y más “comando” que nunca. “Este te lo liquida a Bin Laden, ¿eh?”, advirtió entonces Ravenna. Después, la misión fue despertar a un joven empleado de marketing de su sueño de ascender en la empresa de TV Millenium, reconectarlo con su familia del interior y alejarlo de una frustración segura, sobre todo a medida que la trama fue revelando los oscuros intereses comerciales de la operadora multinacional de cable. Pero el plan, resuelto con la audacia habitual, sirvió también para dibujar nuevos trazos sobre cada uno de los personajes centrales.
Pudo saberse algo más sobre el origen de Santos (D’Elía), el suicidio de su padre y el modo en que se convirtió desde temprano en un simulador, pero también el pasado de periodista y la impresentable costumbre de Medina (Seefeld) de “componer canciones, por hobby nomás”, y la inesperada profundidad de Lamponne (Fiore), siempre confundido con la imagen de duro, en su justificación de por qué quiere abandonar el grupo. Esa escena, además, fue el momento mejor resuelto: alrededor de la mesa de siempre, sin la urgencia de un caso y con la Navidad recién terminada, el cuarteto le fue dando forma a una separación en la que se fundieron amistad, compañerismo y amor, con frases típicas de un divorcio amoroso. Y hasta resultó lógico que Medina, romántico incurable, estallara en llanto con las típicas palabras “Y si nos queremos tanto, ¿por qué tenemos que separarnos?”.
El racconto final de todos los casos, con la voz de Santos preguntándose por qué ya no intervenir si se tiene el poder de resolver problemas, sirvió también para recordar por qué Los Simuladores deja una marca en la TV local, un modo distinto de hacer las cosas, una preocupación por dónde se pone la cámara, qué música debe ir con ese plano, cómo narrar de manera inteligente. La serie hizo algo poco habitual en la tele: estimuló al espectador, lo divirtió, lo atrajo, le contó una buena historia. Lo respetó. Sin simulacros.

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