ESPECTáCULOS
La protesta como expresión de arte
El musical de Alejandro Tantanian propone un rescate de canciones combativas, sin excederse en lo nostálgico.
Por Cecilia Hopkins
Neutros los cuerpos y rostros, una docena de personas canta La Internacional frente al público. El escenario semicircular de la Sala Casacuberta sólo deja al descubierto un angosto pasadizo. Limitado por una pared, el espacio presenta un aspecto vagamente industrial, como si se tratara del subsuelo de una fábrica o el loft de algún artista. Las disonancias que proponen los músicos que tocan en vivo –cuerdas, vientos, percusión– unida a una densa bruma que se dispersa hacia lo alto le dan al cuadro un aspecto irreal. Así, el himno de la Internacional Socialista se ofrece a modo de apertura de un espectáculo que se propone ir al rescate de canciones que en los ‘60 fueron catalogadas como de protesta, con la idea de “poner en perspectiva aquellos sonidos sobre el resquebrajado tiempo presente”, según reza el programa de mano. De edad juvenil y aspecto casual, los integrantes del grupo rompen filas y quedan al servicio de la puesta en escena de cada tema. Esporádicamente realizan breves intervenciones, ya que las canciones son interpretadas por Tantanian, autor y director del montaje. De Protesta, entonces, no es sólo un espectáculo sobre un género de canciones sino que constituye, además, un recital a cargo del también actor y dramaturgo.
En este punto cabe el señalamiento: la totalidad se resiente por un exceso de protagonismo. Si bien la puesta es imaginativa y variada, la dirección no aprovecha suficientemente la presencia de los músicos e intérpretes en escena. Así también, –y en esto el tema que enhebra el espectáculo se vuelve en contra en más de una oportunidad–, se apela en demasía a la expresión de una grandilocuencia que por momentos suena y efectista. En cambio, cuando asoman otros matices en la interpretación, cuando el gesto batallador desaparece, el espectáculo entrega climas de gran intensidad y lirismo. Es el caso de la conmovedora Barro tal vez, de Luis Alberto Spinetta y, especialmente, de Ojalá, tema que, según se dice, no fue compuesto por Silvio Rodríguez para fustigar al amor absorbente de una mujer sino que se la dedicó a Fidel Castro. El trabajo de conjunto aporta una singular atmósfera en el momento de dar cabida al sosegado registro que propone Hijos de (de Jacques Brel). Una labor colectiva de peso que también se aprecia en la teatral versión de El gallo rojo, (anónimo de la Guerra Civil Española) para la cual tres de los músicos (Diego Wainer, Iván Barenboim y Marcelo Katz) cercan al intérprete en vibrante contrapunto, así como en la festiva Anímate, un tema posterior al franquismo sobre las convicciones del mundo gay.
Para el fragmento de la Cantata Santa María de Iquique, se eligió con buen criterio un acompañamiento de botellas sopladas, que aportan una sonoridad que remite a los sikuris. En otros segmentos, otros sonidos –rumores de piedras, el repiqueteo de una máquinade escribir– alternan con gorgoteos y otros apuntes grabados que toman por asalto al espectador desde diferentes ángulos, merced al sonido cuadrafónico. Si la ironía asoma en Flor arrancada (la marcha fue compuesta en ocasión de la muerte de Lenin, pero para la ocasión se eligió un burlón registro jazzeado) no se trata más que de un juego inocente. En ningún momento el espectáculo se propone parodiar épocas ni convicciones. Del mismo modo, el montaje toma distancia de lo que pudiera confundirse con una actitud nostálgica o progre. Tal vez, lo que más llama la atención –y no sólo del entramado del espectáculo sino de la dirección musical– sea la voluntad de trabajar a favor de la emoción, algo poco común en las propuestas de los llamados nuevos dramaturgos.