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Mártires de televisión
Por Horacio González
Se puede morir de muchas formas, exquisitas o precarias. Pero hay una muerte televisiva, una muerte en la televisión, más que para la televisión. Hecha con sus mismos paños. A la muerte, nada le quita el misterio, nada impide que la congoja la herede. Pero la muerte televisiva ya viene con su consuelo a cuestas. No parece haber ocurrido. De alguna manera, el confiado desvarío de la madre del cantante Rodrigo tiene razón. Las imágenes eternizan una vida. En la televisión nadie muere, hay una módica inmortalidad asegurada.
Juan Castro afloraba cómodo con lo que hacía. Era abanderado del partido de la renovación de las costumbres. Hacía un periodismo que planteaba problemas graves. Revolvía en las vidas golpeadas, hurgaba en las fronteras de la sensibilidad. Pero la composición televisiva hacía resplandecer brevemente sus materiales y luego los arruinaba con sus esquemas de sujeción. Quizá podía sospecharse en Castro una disconformidad por el modo en que se frustraba lo que parecía querer decir.
Todavía no se inventó el responso –como tuvo Troilo, como hasta Poloseki todavía podía haber– para los mártires de la televisión. Mueren como poetas jóvenes, encomendados a Dios como los aviadores de guerra, pero tocando un límite que no pudieron poetizar como lo hizo Prodan.
Los dioses de la televisión son antropófagos. La tragedia de Juan Castro puede tener cobertura pero no plegaria. Habrá escenas del barrio (la vecina infalible), su casa, el estudio televisivo, el comisario (recatado, la admonición no es ahora) y el hospital público con su médica comprensiva, con su lenguaje de buen manejo.
Es la muerte televisiva, con su retórica asegurada, sus movileros funerarios. Pero cuando escribimos esto, Juan Castro no está muerto. Ojalá queden en el mundo recintos donde pueda desearse que no muera un hombre, escribiendo de otro modo el capítulo final que las divinidades televisión del set estaban preparando.