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Se murió el Pesado Rivera y hay que escribir ya, sobre el pucho. No le parecería mal vernos decirlo así. Creo que era del ’35 y dicen que venía escorado, arrimando a los setenta. Ahora encalló. Lo conocí cuando tenía la mitad, y lo grandote que era más los bigotazos lo hicieron de salida nomás inconfundible. Inclinado, más gentil que vencido, hablaba para abajo, grave y rápido pero con pausas, y se reía con ruido de cigarrillos negros. Jorge B. (de Bernardo) Rivera vino como parte de un paquete de maestros y amigos, todos más grandes, claro: este Jorge; el otro, Lafforgue; Eduardo Romano y Aníbal Ford. Ahí, con él y con ellos, uno aprendía. En serio. Recuerdo que hubo problemas administrativos cuando lo nombraron en la universidad en el ’73. Jorge no tenía título universitario. Boludeces. Lo que sabía Rivera... Trabajó siempre, hasta el final, cuando dictaba Historia de los medios en la carrera de Letras de la UBA, en esa zona que entreveraba la cultura popular con las formas masivas de comunicación. Investigaba y analizaba las llamadas “literaturas marginales”, de la historieta y el folletín, al cine y la literatura de género. Un verdadero monstruo. Porque Rivera estaba sustentado en un conocimiento riguroso de la literatura a secas –fue un crítico brillante– y la frecuentación y el conocimiento de las disciplinas críticas, pero era un espíritu renacentista con alma de barrio; participaba de esa cultura del estaño definida por Jauretche. Jorge se había leído todos los libros, pero su biblioteca daba a la calle, estaba montada en la trastienda de un bar con el estante de las botellas del otro lado. Cuántas cosas se mueren, borgeanamente, con él: el apagón de los saturados pasillos de su memoria prodigiosa se va a sentir en toda la cultura argentina. Qué vacía la silla, la cátedra, el abrazo que ahora nadie ocupa.

Jorge Rivera falleció ayer. Profesor universitario, escribió El periodismo cultural y El escritor y la industria cultural, entre otros libros notables.