ESPECTáCULOS › STOMP Y MAYUMANA, ESPECTACULOS “PRIMOS” QUE DESATAN UNA FIESTA PERCUSIVA EN BUENOS AIRES
De cómo musicalizar la vida golpeando hasta las canillas
La curiosidad de su coincidencia en la cartelera porteña conduce a la inevitable comparación. Pero ambos grupos, más allá de las similitudes, ofrecen espectáculos bien diferentes. Mayumana percute y despliega una actividad física infernal; Stomp se mantiene firme en la exploración de las sonoridades más sutiles. Los dos ofrecen un festival para los sentidos.
Por Eduardo Fabregat
¿En cuántas ciudades del mundo habrá sucedido lo mismo? Al mismo tiempo y separadas por apenas ocho cuadras, la cartelera de Buenos Aires ofrece en estos días dos propuestas similares en su esencia, diferentes en su concepto e idénticas en su capacidad de provocar aplausos resonantes... tanto para celebrar como para sumarse a la orquesta. No vale la pena, por otra parte, entrar en el juego futbolero de si Stomp es mejor que Mayumana o viceversa: aquellos afortunados que puedan ver ambos espectáculos llegarán fácilmente a la conclusión de que, con sus diferencias y similitudes, el festival rítmico que proponen los dos grupos impone relajarse y disfrutar. Allí están, entonces, los equipos que representan a la compañía de los estadounidenses Luke Creswell y Steve McNicholas y a la de los israelíes Eylon Nuphar y Boaz Berman, poniéndole onda a todo lo que pueda sonar. Y ninguno desafina.
Para ambos es la segunda visita, y ambos traen a esta ciudad el mismo show con el que debutaron, Mayumana en agosto de 2003 en el mismo Gran Rex, y Stomp en agosto de 1997 en el Teatro Opera. Y no es criticable: sencillamente, las puestas están perfectas tal como están, y las variaciones pasan en todo caso por las habilidades y particularidades de cada performer. En ese sentido, Mayumana ganó con la presentación de una acróbata con el cuerpo de goma que no vino el año pasado, y que esta vez extasió a la platea con una serie de contorsiones no recomendables para practicar en casa. En ese detalle, además, se encuentra la base de diferencias reales entre los espectáculos. Tomando la misma idea de percutir sobre objetos comunes que animó a Stomp en 1991, los israelíes presentan un show en el que entran la acrobacia, el clown, el teatro negro y la música en un sentido más formal, utilizando algunas bases pregrabadas, segmentos de canto, palillos de batería y un bajo.
Con esas líneas de trabajo y el aprovechamiento de rejas de cama de hospital, pelotas, caños plásticos, patas de rana, tachos de basura o el propio cuerpo, los diez Mayumana le dan forma a un show en el que la percusión es parte importante pero no exclusiva, ya que el despliegue físico de sus integrantes tiene su protagonismo. Algunos chistes, como el “asustadizo” que corre por el escenario una y otra vez, pierden efectividad con la repetición –y se nota una mayor tendencia a ese recurso que el año pasado–, pero el show del Gran Rex incluye momentos de alto impacto, como la secuencia con pelotas que parecen flotar en la oscuridad o el complejo ritmo que desencadenan cuatro de los performers, sentados a una mesa y con las manos y codos como único instrumento. Sobre el final, todo se vuelve una invitación al baile, con el desfile de saludos puntuado por una base tecno disparada a través de una privilegiada garganta y los actores entregados a la coreografía física. Esa invitación, en la función inaugural, terminó copando primero el hall del teatro, luego la avenida Corrientes y finalmente la plazoleta del Obelisco, extendiendo la fiesta al público callejero ocasional: una manera de reafirmar dónde nace esta clase de expresiones.
En el Luna Park, los ocho integrantes de Stomp no esperan a que el show termine para provocar a la gente. La idea central del grupo pionero es que todo puede sonar y cualquiera puede generar ritmo, y por ello el espectáculo sienta lo suyo en una idea más austera y musical. No es que no haya despliegue físico –hay que ver la Climactic dustbin dance, coreografía final con tapas de tachos y los tipos subidos a enormes tanques de petróleo, para confirmarlo–, pero en Stomp parece primar el concepto de que no vale utilizar instrumentos formales o grabaciones. Escobillones, cajitas de fósforos, varas, piletas de cocina y sus canillas, papel de diario, caños plásticos que se vuelven ruido tecno, bolsas de supermercado o de papel madera: la misma actitud de los ejecutantes, que aparecen sobre el escenario con aspecto de aburridos hasta que van descubriendo la alegría encerrada en un simple objeto gris, da una pauta de su filosofía. Esa concentración en las posibilidades de las cosas es lo único que lleva a la comparación futbolera: en cuestiones de ritmo y sincronización sonora, Stomp le pasa el trapo a cualquiera, llámese Mayumana, los impecables argentinos El Choque Urbano o quien sea.
Lo único lamentable de esta visita, en este caso, es el entorno. Si la intimidad del Opera ayudó aquella vez para reforzar la magia, la enormidad del Luna Park conspiró contra la esencia de Stomp. Sumándole a eso la bobera de más de un asistente (¿Es tan difícil obedecer el pedido de apagar los celulares, es tan complicado comprender que un espectáculo basado en sonidos sutiles impone cierta conducta básica?), y la falta de respeto de algunos acomodadores que hablaban en los pasillos, por momentos se extrañó la inmejorable acústica teatral.
Como sea, con sus particularidades, coincidencias y diferencias, posturas y credos, Stomp y Mayumana conviven en estos días en Buenos Aires y llaman a la fiesta. Mejor aún: cuando el show termina, los espectadores salen no sólo felices y confortados, sino también con algo nuevo en su interior, algo que los convierte en más que “espectadores”. La sensación de que no sólo el que se quemó las pestañas para entender un pentagrama puede producir el milagro de la música. Allí, al alcance de las manos y con el aspecto más inocente, puede estar la llave para que el devenir de todos los días cobre un ritmo que cambie la vida.