ESPECTáCULOS

Robert Guédiguian contra “el fin de la historia”

Siempre desde su querida Marsella, el realizador de Marius y Jeanette embate contra la resignación y la desesperanza y, a la vez, emociona por todas las preguntas que deja sin responder.

 Por Martín Pérez

Ahí está la soleada Marsella, en la pantalla. Suena un tema de Erik Satie al piano y, apenas comienza la película, la cámara recorre lentamente una hermosa panorámica circular de la ciudad que no está nada tranquila. A pesar del título, a pesar de lo que parece verse en la pantalla. “Cuando se mira Marsella desde Nuestra Señora de la Guarda, se tiene la impresión de una ciudad extendida, que se estira como para descansar después de un largo día”, comentó el director francés Robert Guédiguian en el momento del estreno de La ciudad está tranquila. “Siempre pensé que esta serenidad no era otra cosa que una fachada, que siempre había algo al acecho, algo terrible y peligroso que en cualquier momento puede hacerla arder hasta sus cimientos.”
Retratando Marsella desde hace más de dos décadas, Guédiguian se hizo conocido por estos lares con Marius y Jeanette (1997), una historia de amor adulto y urbano, con la ciudad portuaria y obrera como escenario del mismo. Con cuatro años de retraso, finalmente llega a las pantallas porteñas una obra aún más ambiciosa, que refleja todas las preguntas del cineasta ante el trabajo –y los ideales– de toda la vida, una película en que la ciudad de Marsella esta vez es la decidida protagonista, y la escenografía es en cambio el fin de siglo, el fin de la historia, el fin de las ideologías. Obra coral en la que las ideas se mezclan con las historias individuales, La ciudad está tranquila bien podría llamarse El estado de las cosas. Y las cosas no están muy bien que digamos.
“Quería hablar sobre lo que me da miedo”, explicó entonces Guédiguian. “Yo sólo tomo nota. No tengo nada que proponer y obviamente no tengo ninguna solución. No puedo hacer otra cosa que analizar estas cosas con mi vida, esperando que esto permita a la gente hacerlo con sus propias vidas, así pueden hablar entre ellos y hablar de lo que pasa.” Lo que pasa en La ciudad está tranquila es lo que pasa en la vida de sus habitantes. Con la ayuda de su habitual elenco de maravillosos actores –al frente del cual está su mujer en la vida real, Ariane Ascaride–, Guédiguian acompaña la entrega de una madre que trabaja en el puerto para mantener a un marido desempleado y a una hija adicta y madre soltera, que se prostituye como puede para pagar su vicio. En la lucha de esta madre se cruzan de manera extraña la solidaridad y los vicios del hijo de un militante jubilado que abandona una huelga portuaria y se compra un taxi, así como un viejo amor que la asistirá en sus peores momentos e incluso –pero más tangencialmente– una musicoterapeuta que se enamorará de un joven ex convicto.
Junto con esos relatos, La ciudad está tranquila se alimenta de cada una de las largas historias familiares, de frases contundentes e ideas balbuceantes. Sus temas centrales son la adicción, el desaliento y el racismo, cuestiones que impregnan todas y cada una de las historias de una ciudad que supo estar orgullosa de su acervo obrero y con el fin de siglo parece querer lavarse el rostro. Ante esa resignación que enfrenta permanentemente la película, sus protagonistas continúan con sus vidas demanera inevitable. “Es el fin de la historia, ya todo ha sido contado”, dirá uno de sus personajes, y la película se empeñará en desdecirlo –y confirmarlo– en cada uno de sus planos. La valiente cámara de Guédiguian se atreve a ingresar en cada uno de los pliegues de esas vidas, sin escaparle al sufrimiento, a la tragedia ni a lo banal. Es más, en más de un momento en realidad pareciera correr decidido hacia esas metas. Al punto que una película como la recién estrenada A todo o nada, de Mike Leigh, al lado de La ciudad está tranquila parece ostentar un obligado final feliz. Llena de preguntas y de temores, pero sin ser opresivo sino más bien contemplativo, si el film de Guédiguian emociona sinceramente es precisamente por todas las preguntas que deja sin responder, por esos trágicos lugares oscuros que son casi lugares comunes, pero que su autor es capaz de transitar con la vista al frente. Porque es la obra de un cineasta decidido, que se atreve a poner en escena sus peores miedos, humanos y de clase, y a la prepotencia del presente se empeña en buscarle una respuesta en la contundencia de la historia, tanto la de sus personajes y como la propia, tanto pasada como futura.

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Una historia de amor adulto y urbano en la ciudad portuaria.
 
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