ESPECTáCULOS › EL EMBAJADOR DEL MIEDO, DE JONATHAN DEMME
Una fantasía paranoica muy alimentada por la realidad
La nueva versión del clásico de 1962 imagina una conspiración con múltiples referencias a la actual política estadounidense.
Por Luciano Monteagudo
Es por lo menos infrecuente que la remake de un clásico se justifique más allá de la mera especulación comercial o pueda tener un valor propio, pero eso es lo que sucede con El embajador del miedo, la nueva versión de uno de los mejores thrillers políticos que haya dado Hollywood. La película original, dirigida en 1962 por John Frankenheimer a partir de una novela de Richard Condon, apareció en uno de los momentos más calientes de la Guerra Fría (por entonces estallaba la famosa crisis de los misiles con Cuba), pero no sólo jugaba con las fantasías paranoicas de lo que por entonces era un mundo bipolar y la amenaza siempre latente de la infiltración comunista. Adelantándose proféticamente a su tiempo –los asesinatos de John F. Kennedy, Martin Luther King y Robert Kennedy–, el film de Frankenheimer (que formalmente sigue siendo hoy moderno) también instauraba un profundo estado de sospecha sobre el más alto nivel de la clase política estadounidense y sus modos de manipulación de la opinión pública.
Ese costado en particular es el que recupera y actualiza la nueva versión dirigida por Jonathan Demme, un realizador errático e inconstante, pero que con este aggiornado Manchurian Candidate entrega su mejor film desde El silencio de los inocentes (1991). En forma como entonces, el pulso narrativo de Demme, la eficacia de su puesta en escena y la seguridad con que maneja el elenco están ahora al servicio de un guión que sigue muy de cerca el libreto original de George Axelrod, pero que sintoniza con gran timing y precisión con el momento político que vive actualmente los Estados Unidos, en la que quizá sea la campaña electoral más reñida de su historia.
Para quienes no conocen la trama original, no conviene adelantar demasiado. Baste con decir que en el centro del relato está el capitán Ben Marco (Denzel Washington), un veterano de la Guerra del Golfo, relegado a tareas menores porque su foja de servicios consigna que sufre de síndromes traumáticos y alucinaciones. Pero Marco no piensa lo mismo. Por el contrario, sospecha que él y sus compañeros de unidad –que han ido muriendo misteriosamente– fueron víctimas de alguna clase de lavado de cerebro, empezando por Raymond Prentiss Shaw (Liev Schreiber), no sólo uno de los pocos sobrevivientes del grupo sino también el único al que le ha ido particularmente bien en la vida. Volvió de la Guerra del Golfo condecorado con la Medalla de Honor y ahora es candidato a la vicepresidencia de los Estados Unidos, gracias al impulso arrasador de su madre, la temible senadora Eleanor Prentiss Shaw (Meryl Streep, magnífica como una suerte de Yocasta desatada, una megalomaníaca dispuesta a manipular a su hijo hasta las últimas consecuencias).
La elección inminente a la que se enfrenta Raymond Shaw es más que parecida a la que ahora entretiene a John Kerry y George Bush: el mismo tipo de cobertura mediática estilo CNN, la misma agresividad y los mismos slogans, todos aquí en boca de Shaw, tanto los que habitualmente enarbolan los republicanos como los demócratas, como si el film quisiera señalar que no hay demasiadas diferencias entre unos y otros. Al fin y al cabo, mientras los halcones de Washington pregonan “guerra al terrorismo” y “seguridad”, Kerry se presentó en campaña de la misma manera en que lo hace Shaw en la película: como un inmaculado héroe de guerra.
Hay otras similitudes entre ficción y realidad, que son incluso más de fondo. La película sugiere una conspiración mayor, alentada desde las sombras por Manchurian Global, una poderosísima corporación que trabaja en las sombras del establishment político y militar de Washington y que no duda en usar el tráfico de influencias y la violencia de todo tipo, en cualquier lugar del mundo, si le parece necesario para defender sus intereses. No parece muy distinta a lo que se sabe de Halliburton, la corporación de la que es miembro Dick Cheney, el actual vicepresidente de Bush.
Si hay algo que el nuevo Embajador del miedo hace muy bien es exponer hasta qué punto el poder público puede llegar a privatizarse y cómo guerras, asesinatos, conspiraciones y actividades ilegales de todo tipo forman parte de la creciente criminalización de la actividad política de los Estados Unidos. Es una pena que un epílogo conformista (al que el film original no condescendía) intente la ilusión del consabido happy end hollywoodense. Un parche que, sin embargo, no alcanza a tapar lo que la película en su conjunto –una fantasía paranoide con lazos muy concretos con la realidad– tiene para decir sobre la cima del Imperio.