ESPECTáCULOS
Papimafis argentos y sin estructura
Por Julián Gorodischer
El ser mafioso en clave criolla no tiene organización ni ética: está más ligado a la política turbia que al crimen organizado, incluye una deriva religiosa y, siempre, un final infeliz. Se hizo popular en las excursiones de Telenoche investiga, allí donde saltaron, una tras otra, la mafia del oro, de los chinos, los supermercados y los sindicatos, pescados in fraganti por la cámara oculta, acechados por el cronista simulador. Y luego se expandió en PuntoDoc (con la mafia de Venado Tuerto, de los cirujanos, etc.) para compensar la ausencia de una tradición local en series o películas. El ser mafioso, según mostraron María Laura Santillán o Daniel Tognetti, fue levemente socarrón (como Papito Rímini, traficante de armas que denunció Telenoche), o más pintoresco que ofensivo (como los mafiosos pueblerinos que abordó PuntoDoc), pero siempre con alguna ligazón al poder de turno.
No es como en Los Soprano: aquí el sujeto mafioso no es autónomo, ni conforma cofradía; el papimafi argento depende del policía o del senador corrupto, así en el informe especial como en la ficción de Tumberos (de Adrián Caetano, en el 2002), donde el mafioso Germán Palacios se ligó al poder de turno, hizo negociados y hasta participó en una secta demoníaca, fiel a la tendencia local de ligar mafia y espiritismo. Pasó también en Resistiré (2003), donde el mafioso Dobal se vinculó al senador y a la bruja (la Santoro), porque no le bastaba con la famiglia para sobrevivir. Mafias sin estructura: nada que ver con las formaciones rígidas del tipo siciliano, “que siempre tienen una disciplina y una ética criminal” –define el filósofo Alejandro Kaufman. Las locales no se parecen al clan estamentado de los Corleone, ni al cerrado núcleo aggiornado (con mafiosos neuróticos) de Los Soprano. Las nuestras son del tipo Malandras (de Sebastián Borensztein, en el 2002), rudimentarias, más acordes a la changa ilegal o a la viveza que hizo reír en Nueve reinas (de Fabián Bielinsky) que al crimen sofisticado.
La mafia argenta fue funcional al menemismo, como se describía en la ficción de El precio del poder (de Hugo Moser, en el 2002), con muchos cruces con la actualidad. Desarmados, simuladores, indignos, esos mafiosos argentinos de ficción tuvieron “un sentido de pertenencia y organización muy ligado al concepto de famiglia” –dice el crítico Sebastián Tabany–, pero les faltó lo esencial: el orgullo del crimen organizado, ese talento especial que genera más admiración que miedo. El mafioso Dobal no hubiera sido nada sin el senador corrupto; el mafioso Bernal (de El Deseo) necesitó someterse al narcotráfico para sobrevivir en un pueblo de provincia, siempre en la periferia bonaerense, alejados de las grandes capitales. Esto no es Chicago: el lugar del mafioso es un descampado, no una urbe acostumbrada a la vendetta. Y siempre, a los nuestros, les hizo falta el componente excéntrico, sin rasgos de la familiaridad que transmiten Los Soprano. La secta del mafioso de Tumberos practicaba rituales extraños; la del mafioso Costa, en Padre Coraje, es una logia fundamentalista. El mafioso, se ve, requiere tratamiento y cura.
Sin émulos de Martin Scorsese o de Francis Ford Coppola, el cine vernáculo tampoco frecuentó al ser mafioso, a excepción de experimentos como el de Cohen versus Rosi (de Daniel Barone, para la usina Pol-ka) con un Roberto Carnaghi haciendo de papimafi más afín al papelón que a la parodia. Pero lo de Pol-ka fue más allá del grotesco: ridiculizó la vendetta para componer el cualquierismo del mafioso. Lo demás: mafiosos débiles amparados en la coyuntura, sin un paterfamilias que pusiera algo de orden, sin permisos para modernizarse ni ir al psicoanalista.