ESPECTáCULOS › MANCHESTER 1970-1990: LA FIESTA INTERMINABLE
La erupción musical que nació punk y terminó en la disco
La película de Michael Winterbottom es la de un fan que le rinde homenaje a la música que lo vuelve loco.
POR H. B.
“Lo que acaban de ver juega en dos niveles”, dice el actor mirando a cámara, después de haberse estampado ridículamente contra una cerca, a bordo de un aladelta. “¿Oyeron hablar de Icaro? Bueno, esto del vuelo representa algo parecido. Y si nunca lo oyeron, deberían leer un poco más.” Ya en su escena inicial, 24 Hours Party People establece un tono, además de la suerte de registro anfibio que la película adoptará. Ambos fuertemente impuestos (o enormemente favorecidos) por la figura del protagónista, Steve Coogan, sin duda uno de los grandes hallazgos de la temporada cinematográfica que termina.
El tono que allí se fija es descontraído, ligero y amigable, de fuerte y directa comunicación con el espectador. El registro navega a dos aguas entre el falso documental y la ficción, con el protagonista desdoblándose como actor y “comentador” de los hechos que se narran. Papel este último que –dada la rara clase de distanciamiento empático que Coogan maneja de maravillas– mantendrá aun en las escenas en las que no funciona literalmente como tal. Un poco porque en los tres años que pasaron desde su estreno tuvo tiempo de sobra para convertirse en objeto de culto en el mundo entero y otro poco porque en las últimas semanas se habló y publicó mucho sobre ella, a esta altura es bastante sabido de qué va 24 Hours Party People. Aquí infinitamente rebautizada Manchester 1970-1990: La fiesta interminable, la película del británico Winterbottom narra la evolución de lo que se conoce como “la escena de Manchester”, erupción musical que nació a mediados de los ’70 con el punk y terminó, veinte años más tarde, en el dance. O de cómo conciliar el agua y el aceite: de eso se trata, entre otras cosas, la película.
Narrada como una saga documental (pero en la que todo está representado, con actores ocupando el lugar de los músicos), Manchester 1970-1990 es, claramente, la película de un fan que encontró la manera de rendirle homenaje a buena parte de la música que lo vuelve loco. Esa que arranca con los Sex Pistols presentándose frente a cuarenta tipos (en un teatrito de segunda de esa ciudad del norte de Inglaterra) y termina con la fiesta de clausura de The Hacienda, boliche top de esta movida. Entre un hito y otro, ascenso y caída de la ciudad-ombligo del mundo del rock. Protagonistas esenciales de ese ciclo exultante son grupos como Joy Division y sus herederos de New Order, Happy Mondays y otros más pequeños como The Durruti Column y A Certain Ratio. Pero si tiene un hilo conductor Manchester 1970–1990, ése es Tony Wilson, empresario musical que se ocupó de motorizar el fenómeno, a través del sello Factory y los “templos” The Factory y The Hacienda.
En la piel de Mr. Coogan (en una de esas actuaciones en las que, de tan verdaderas, resulta imposible distinguir al actor del personaje, y al personaje del sujeto real), el Wilson de Winterbottom impone el espíritu del film. Extraña clase de empresario quimérico, capaz de no firmar un solo contrato con ninguno de sus músicos (el único que firma es en joda, con sangre de su dedo), metido en el negocio de la música de puro fan y también en pogos febriles en medio de la monada mancuniana, el Wilson de Winterbottom es un visionario que desborda deentusiasmo. Lleno de optimismo adolescente y dueño, al mismo tiempo, del suficiente escepticismo como para ironizar de todo y sobre todos (incluido él mismo, por supuesto), ninguna contrariedad parece capaz de arredrar del todo a Mr. Wilson. En una memorable arenga final de discotheque, terminará incitando al público de The Hacienda a saquear sus propias oficinas, como modo de celebrar la muerte de ese templo dancístico-musical.
Rara cruza de Oscar Wilde (por la erudición, distanciada ironía y ocurrencias lógicas) con el ciudadano Kane (por el entusiasmo juvenil con que aborda el mundo de los negocios, pero con los costados siniestros bien limados), en la encrucijada entre la condición de gentleman hipercivilizado de Wilson y su cultivo de esa forma de barbarie musical que fue el punk, Manchester 1970-1990 encuentra toda su paradójica fuente de vitalidad. Vitalidad que se diversifica en el dark epiléptico de Ian Curtis (líder suicida de Joy Division), el bardo inexorable de los miembros de Happy Mondays y en ese otro personajón que es el sonidista Martin Hannett. Cascarrabias genial e incomprensible (“¡Tocá más despacio, pero más rápido!”, aúlla), Andy Serkis –el Gollum de El señor de los anillos– lo compone como una suerte de Tío Cosa fláccido y prepotente.
Con una libertad narrativa y estilística que el género cine-rock parecía no poder reencontrar desde la mítica Anochecer de un día agitado, Winterbottom, su fotógrafo, el wendersiano Robbie Müller, y su guionista de cabecera, Frank Cottrel Boyce, baten y mezclan registros dramáticos, distintos soportes visuales, velocidades y verosímiles, generando, desde la puesta en escena, la clase de despelote pop y dionisíaco que sólo con el más apolíneo de los rigores puede llevarse a buen puerto.