ESPECTáCULOS › CAROLA REYNA, ENTRENADORA ACTORAL
“Es un partido de ping pong actuado”
Por J. G.
Ahora le dicen “la reina de la comedia”, después de participar en La niñera como esa rubia tarada y envidiosa que celó y odio a Flor Finkel con la misma pasión que dedicó al señor Iraola, nada menos que Boy Olmi, su marido. La experiencia no dejó exhausta a Carola Reyna, ni arruinó su pareja. Le sirvió para concretar lo que se postergaba infinitamente: su participación en sitcoms. Lo había intentado varias veces sin suerte, en pilotos truncos (uno de ellos de la productora Cuatro Cabezas) hasta lucirse con su magnífica estirada, con licencia para el rencor pero sin hipocresía, con suerte de perdedora, en el papel que mejor le calza. Ella, excedidamente gestual para el costumbrismo, demasiado “lanzada”, de pronto disfrutó del encuadre ideal: volverse casi una caricatura, puramente exterior, con su mundo interno regalado al mejor postor. Lo intentó, se disciplinó a la jerarquía del guión inmodificable, gustó y le pidieron, en Telefé, que entrenase a los actores que probarán suerte en 2005. Ella entrega a “los nuevos” (Nicolás Vázquez y Gianella Neyra, de Quién manda a quién) las claves de la actuación importada.
–¿Cómo se entrena a un actor que nunca antes había integrado el elenco de una sitcom?
–Lo principal es tener muchísima precisión: la ductilidad de extremar la gestualidad o determinadas expresiones. Pero siempre hay que mantener muchísima verdad en la actuación, que requiere de autenticidad y arrojo.
–¿Puede haber verdad en una actuación tan exterior?
–Aunque suene contradictorio, en La niñera estábamos todos como pasados (aun siendo más preciosista que otras comedias), actuábamos muy mandados, y pese a esa exageración, todo tuvo que ser creíble. Lo fundamental es atenerse y descubrir de qué va la situación, porque ahí se encierra el chiste. Lo que causa gracia son las relaciones entre los personajes. Los cruces son casi siempre los mismos, pero hay que alcanzar a descubrir la situación central que los atraviesa.
–¿Cómo se produce esa búsqueda?
–Lo que manda es la letra. Hay que tener la habilidad de atenerse exactamente al texto, que es un arma totalmente a favor. En la Argentina estábamos acostumbrados a sanatear, a agregar, a tomarnos nuestro tiempo. Y acá es todo lo contrario, es como un partido de tenis. Donde querés agregar, te quedaste afuera. Es como si se prendiera una luz cenital y cada uno tuviera su momento: cuando la pelota la tiene el otro hay que mantener una espera. Hasta podría parecer que alguien queda pagando, pero hay un tempo previsto de pausa en el que no existe la contraescena. No queda otra que relajarse y esperar a que te toque.
–¿Hay que desaprender una tradición para iniciar otro camino?
–Es probar otro estilo, como cuando te preparás para hacer un clásico, un sainete o una tragedia griega. Todo es teatro, pero tenés que pegar un salto de género. Al principio parece muy complicado porque te expone mucho: se nota cuando no te sale algo. La obligación de ser gracioso o que te llegue la pelota justo a tiempo hace que el error se note demasiado. El arrojo implica un riesgo mayor. Acá todo se pone afuera: el mundo interior está siempre ante los ojos del espectador.
–¿Se la podría definir como la actriz argentina con más tradición en sitcoms?
–Yo había hecho un piloto de Mala gente, con Pablo Rago, producida por Cuatro Cabezas, y no funcionó, tal vez porque era un primer experimento. Después Alejandro Rozitchner me escribió otra comedia que se llamaría Carol, pero el productor se quedó sin plata y se borró. Yo, intuitivamente, sabía algo del género sin ser estudiosa, me atraía ese filo entre lo trágico y lo cómico, me parecía que yo había puesto en otras cosas esa energía, y tenía ganas de probar.
–¿Y con qué se encontró?
–Dentro de esas reglas tan precisas, encontré una enorme libertad expresiva. Pude hacer un za- pping veloz entre un sentimiento y otro. Me dio, como actriz, mucha audacia. ¡Es tan divertido! Y hay algo muy relajado en ese mundo en el que no se conoce la existencia del psicoanálisis. Esos personajes no esconden, ponen todo afuera, construyen una cosa muy liviana, como de burbuja, y muy agradable de habitar. Por eso trabajar con mi marido, donde no hubo sentimientos tortuosos, ni romances, ni pasiones, fue súper relajado. Fue Disneylandia.