ESPECTáCULOS › EL TRIUNFO DE CLINT EASTWOOD, LA DERROTA DE MARTIN
SCORSESE Y ALGUNOS APUNTES SOBRE LOS PREMIOS OSCAR 2005
Otro gran nombre en la lista de olvidados
A esta altura, parece un acto de sadismo de la Academia de Hollywood: por quinta vez, Scorsese estuvo al borde del premio al mejor director, sin éxito. Postales de la noche del domingo.
Por Luciano Monteagudo
“Alfred Hitchcock, Orson Welles, Howard Hawks, Ernst Lubitsch, King Vidor, Otto Preminger, Cecil B. DeMille, Stanley Kubrick...” Probablemente, el domingo, mientras Clint Eastwood subía orgulloso al escenario del Kodak Theater a recibir su segundo Oscar al director (el primero lo había conseguido en 1992 por Los imperdonables), Martin Scorsese repasaba voz baja, sólo para sí, como una letanía, los nombres de los grandes directores de Hollywood, a los que siempre admiró y nunca se pudieron volver a casa con una estatuilla. Un Oscar propio, de verdad, no de esos que por piedad o por culpa la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas termina entregando “al conjunto de la carrera”, como premio consuelo, y que en esta edición le correspondió al director de Doce hombres en pugna y Tarde de perros, Sidney Lumet, que está todavía muy activo (de hecho, está en pleno rodaje) y a quien la estatuilla, más allá de su sonrisa de compromiso, le debe haber caído como una lápida.
“Hitchcock, Welles, Hawks... Al fin y al cabo, no estoy en tan mala compañía”, debe haber pensado el realizador de El aviador, el film que arrancó como favorito, acumulando cinco estatuillas, y que al final se quedó sin aire y fue arrasada por el Million Dollar Baby de Eastwood. Ese panteón de grandes ignorados, ese templo maldito, esa tumba irredenta reúne nombres quizá mucho más determinantes para la historia del cine estadounidense (y por consiguiente, para el cine mundial) que los de aquellos que sí fueron bendecidos por sus pares. En ese sentido, Scorsese quizás no se sienta tan solo, tan humillado, tan herido en su amor propio.
En un acto de sadismo que casi no tiene parangón, cinco veces la Academia puso a Scorsese al alcance de la estatuilla, y cinco veces se la negó. Sólo otro director en actividad pasó por un trance semejante: Robert Altman. Pero el realizador de Mash, Nashville, Las reglas del juego, Ciudad de ángeles y Gosford Park (todas le valieron una candidatura, que siempre fue a parar a otras manos) nunca pareció demasiado interesado en el reconocimiento de la Academia. Ni la Academia en él, al punto que todavía no le ofreció la posibilidad de un premio honorífico, a pesar de que Altman ronda los 80 años.
El caso de Scorsese parece distinto. Se diría que en los últimos años, y muy particularmente con El aviador, el director buscaba por fin fundirse con Hollywood, con todo lo que esa palabra significa en términos de pertenencia, no tanto a una comunidad como a una tradición y a un lenguaje que él –como muy pocos, Coppola, De Palma– contribuyó a renovar, particularmente entre los ’70 y ‘90. Es verdad, The Aviator está muy lejos de sus mejores films, pero cuando Scorsese se presentó con sus títulos más personales, furiosos y sinceros fue cuando recibió las bofetadas más sonoras. Fueron actores novatos detrás de cámaras –Robert Redford con Gente como uno, Kevin Costner y Danza con lobos– quienes le arrebataron impunemente los premios que le hubieran correspondido por Toro salvaje y Buenos muchachos.
Y ahora otro actor, en este caso su amigo Clint Eastwood, con quien compartió más de un proyecto (el último fue hace dos años el documental Piano Blues, que Marty produjo para la serie de la PBS), lo vuelve a dejar fuera de juego. Claro, en este caso se trata no sólo de un actor, sino también de otro gran director, incluso con más films detrás de cámaras que el propio Scorsese, a quien derrotó con una película hecha a la medida de los gustos de la Academia. Algo que Eastwood no siempre hizo. Por caso, Los imperdonables, que le abrió las puertas de los casi 6000 académicos registrados, era bastante más oscura que aquellas que se suelen llevar todos los premios. Pero ya en aquel momento la comunidad de Beverly Hills reconoció a Eastwood como uno de los suyos, cosa que nunca hizo con ese neoyorquino psicótico, outsider ítalo-americano de origen proletario.Pertenecer tiene sus privilegios. Y da la impresión de que Eastwood los hizo valer. “Winners are simply willing to do what losers won’t”, reza un cartel en el gimnasio que oficia de escenario central de Million... Y todo lo que Eastwood estaba dispuesto a hacer para ganar el Oscar lo puso en su película: una historia sencilla y estereotipadamente emotiva, que comienza con el triunfo de la voluntad y culmina con la inmolación y el sacrificio. ¿Qué más puede pedir Hollywood? Es muy difícil pensar, en cambio, que alguno de los votantes de la Academia haya derramado siquiera una sola lágrima con los conflictos del maniático protagonista de El aviador.
El camino de Million... al Oscar a la mejor película y al mejor director estuvo pavimentado por los premios a Hilary Swank (que desde su primera estatuilla, cinco años atrás por Los muchachos no lloran, parecía desaparecida del mapa) y a Morgan Freeman, que después de tres nominaciones previas por fin se pudo llevar su trofeo, para regocijo de la platea. Del lado de El aviador, en sus discursos de agradecimiento tanto Cate Blanchett (mejor actriz secundaria, por su composición de Kate Hepburn) y Thelma Schoonmaker (mejor montaje) parecieron querer darle ánimos a Scorsese y le dedicaron sus respectivos premios, como si tuvieran la certeza de que no iba a ganar.
Por afuera de ese duelo casi personal entre Eastwood y Scorsese, hay poco por señalar. Nadie se sorprendió del triunfo de Jamie Foxx por Ray, ni del de Mar adentro como film en lengua no inglesa. Pareció apenas un acto de justicia que los premios al guión –original y adaptado– fueran a parar a Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y Entre copas. Y el uruguayo Jorge Drexler supo poner en su lugar a los directivos que no lo dejaron cantar (ver aparte). En cuanto a Chris Rock, quizás lo mejor que hizo fue recordar a su legendario antecesor en el cargo, Johnny Carson, un maestro de understatement. Tenía una elegancia que nadie pudo igualar y, revivido gracias al material de archivo, disparó desde las sombras del pasado el mejor chiste de la noche del domingo: “Veo muchas caras nuevas en la platea... especialmente sobre las caras viejas”.