ESPECTáCULOS › “KINSEY, EL CIENTIFICO DEL SEXO”,
DE BILL CONDON, CON LIAM NEESON

Un cruzado de la libertad sexual

El director de Dioses y monstruos recupera la leyenda del célebre sexólogo estadounidense y descubre que sigue siendo una figura vigente en su defensa irrestricta de la diversidad sexual.

 Por Luciano Monteagudo

Cuando parecía que la fiebre del Oscar ya había cedido y que los biopics de Hollywood (y no sólo de Hollywood) dejaban por fin descansar en sus tumbas a Ray Charles, al aviador Howard Hugues, a James “Peter Pan” Barrie y al sufrido español Ramón Sampedro, aparece un rezagado, el último del pelotón, casi un olvidado: Kinsey. ¿Quién fue Kinsey? ¿Acaso es tan familiar para el público internacional que una producción de la 20th. Century-Fox se puede permitir el lujo –como si fuera Gandhi o Chaplin– de poner su nombre en el título? Bueno, sucede que alguna vez, allá lejos y hace tiempo, a mediados del siglo pasado, lo fue. Y no está nada mal que el guionista y director Bill Condon –quien en Dioses y monstruos ya se había ocupado de indagar en la vida y obra de James Whale, el creador cinematográfico de Frankenstein– recupere la figura de otra extravagante bestia negra, la del revolucionario sexólogo estadounidense Alfred C. Kinsey (1894-1956).
Sí, ya se sabe, desde que en 1936 la Warner descubrió la pólvora con La historia de Louis Pasteur, casi todos los biopics de artistas y científicos son, antes que biografías, hagiografías, vidas de santos, luchando en soledad contra la indiferencia, el prejuicio y la ignorancia. Desde entonces, la concepción no ha cambiado demasiado y la película de Condon no viene a ofrecer ninguna novedad significativa al respecto. Es más, se podría decir que Kinsey la película no está a la altura de Kinsey el personaje y del giro copernicano que éste produjo en la sociedad estadounidense de su época. Y seguramente es así. Pero sucede que es el reloj del mundo el que atrasa y, de pronto, lo que Alfred Kinsey todavía tiene para decir –ahora a través de una producción de Hollywood que, a pesar de sus convencionalismos, se toma la molestia poco frecuente de apasionarse por su personaje y su tema– no deja de ser subversivo en un contexto de renovados integrismos religiosos de toda laya, que siguen viendo a la sexualidad humana como un pecado o un vicio.
Formado con el rigor de un entomólogo, obsesionado con la clasificación y la conducta de las especies (su primer objeto de estudio fue una variedad determinada de abejas), Kinsey descubrió que, a diferencia de tantos animales, el espécimen humano no había sido estudiado científicamente en su conducta sexual y que lo poco que había sido publicado (al menos en los Estados Unidos, Europa era un caso muy distinto) eran sencillamente disparates, fundados en la noción religiosa de la abstinencia y la represión. En sus propias palabras: “Preceptos morales disfrazados de hechos”. Y se pregunta y se responde: “¿Qué es normal? No lo sé...”
Así, partiendo del reconocimiento de su propia ignorancia en la materia, Kinsey (interpretado con excesiva solemnidad por Liam Neeson) se lanza a una insólita, monumental cruzada: encuestar a cientos de miles de estadounidenses de todos los rincones del país y de todas las clases sociales para empezar a trazar un perfil sexual de sus habitantes. Lo primero que descubre es que, asegurado el anonimato y la confidencialidad, el miedo y la hipocresía desaparecen y, a cambio, surge no sólo la evidencia de un gigantesco desconocimiento colectivo sino también una infinita variedad de conductas y necesidades sexuales –casi tantas como individuos encuestados– que lo llevan a afirmar que “la diversidad es un hecho irreductible de la vida” y que “el pecado de todos no es el pecado de nadie”.
El proyecto que Kinsey inició como una discreta investigación universitaria se convirtió de pronto en una bomba mediática y los dos libros que produjo junto a su equipo (Conducta sexual del macho humano y Conducta sexual de la hembra humana) se convirtieron no sólo en bestsellers sino también en motivo de escándalo y de persecución política y religiosa, al punto que la Fundación Rockefeller decidió, tras fuertes presiones, retirar su apoyo financiero al proyecto. La película de Condon, sin embargo, tiene la delicadeza de no convertir la vida de Kinsey en un perpetuo calvario y prefiere, en cambio, resaltar la energía obsesiva del personaje y la profunda, sincera relación con su esposa (una excelente Laura Linney), que le permite sobrellevar no sólo los tiempos oscuros sino también la conflictiva relación con su padre (gran trabajo de John Lithgow), un retrógrado pastor metodista que con su intolerancia empujó a su hijo a apasionarse por la biología, “la ciencia de la vida”.
Hablando de ciencias... El comienzo de la película, con la puesta en escena del famoso cuestionario que practica el propio Kinsey con sus alumnos y seguidores, sugiere que esa encuesta –con preguntas que remiten a sucesos de la infancia y a escenas primarias– es también la puerta de entrada al psicoanálisis, una caja de Pandora que Kinsey quizás intuye, pero que en su racionalismo extremo prefiere no intentar abrir.

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Neeson como el hombre que produjo una revolución copernicana.
 
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