ESPECTáCULOS › LO NUEVO DE LARS VON TRIER Y DAVID CRONENBERG
La auténtica pesadilla americana
El film Manderlay, del director danés, se ganó una ovación unánime, en tanto A History of Violence, del canadiense, resultó más polémico. Los dos avanzan en la competencia oficial.
Por Luciano Monteagudo
Uno es danés, el otro canadiense, pero los dos tienen mucho que decir acerca de los pilares sobre los que se asienta la cultura y la sociedad estadounidenses. En Dogville (2003), Lars von Trier inició la trilogía denominada irónicamente USA - Land of Opportunities y ayer presentó en la competencia oficial el segundo capítulo de esta saga norteamericana, titulada Manderlay, con una ovación final en el enorme Grand Théâtre Lumière. Mucho más polémica resultó en cambio A History of Violence, la nueva película de David Cronenberg, también en el concurso oficial, que dividió en dos bandos a la Salle Debussy, con aplausos cerrados por un lado y silbidos de desaprobación por el otro. Más allá de la controversia, es ciertamente fascinante la manera en que los dos films, rodados fuera de Hollywood –uno íntegramente en un estudio de Dinamarca, otro en la provincia de Ontario, Canadá–, son capaces de desarticular elementos constitutivos del American Dream y de elaborar un discurso acerca de su proyección en la actualidad.
En el film de Von Trier –un veterano de Cannes, donde ganó el Premio Especial del Jurado por Contra viento y marea (1996) y la Palma de Oro por Bailarina en la oscuridad (2000)– esa intención es transparente, como ya lo era en la película inicial de la Trilogía USA. De hecho, Manderlay comienza donde terminaba Dogville. La bella Grace (que en el primer film estaba interpretada por Nicole Ki- dman y aquí fue reemplazada por Bryce Dallas Howard) viaja con su padre gangster (antes James Caan, ahora Willem Dafoe), que la rescató de la siniestra comunidad de Dogville. Y al pasar por el pequeño pueblo de Manderlay –en el sur profundo de unos Estados Unidos dibujados como un mapa, sobre el piso del estudio–, la chica descubre que allí, en 1933, 70 años después de haber sido abolida, la esclavitud todavía es una realidad. Más aún, descubre que esos esclavos están allí por su propia voluntad, porque cuando tuvieron la oportunidad de ser libres “tuvimos miedo de lo que nos pudiera suceder”, como le dice uno de esos cosechadores de algodón, interpretado por Danny Glover.
Si en Dogville la fuente de inspiración era el teatro de Bertolt Brecht –particularmente La ópera de dos centavos y Mahagonny–, aquí, en Cannes, Von Trier confesó que había encontrado la semilla de su nueva historia en un texto del escritor francés Jean Paulhan, que mencionaba el caso real de una comunidad de esclavos de la isla de Barbados, que hacia 1838 fueron liberados por ley, pero prefirieron volver con su viejo amo antes que enfrentarse a los peligros que supone la libertad. El origen podrá ser otro, pero en Manderlay el procedimiento dramático sigue siendo brechtiano, con las casas dibujadas con tiza sobre el piso del escenario y con paredes y puertas que no existen materialmente, dejando a la intemperie la intimidad de sus habitantes. De eso se trata: de distanciar emocionalmente al espectador e involucrarlo en el sistema de pensamiento de la película.
La lectura es simple: Grace está empeñada en que esos esclavos dejen de serlo, más cuando, ante la muerte de la vieja Mam (Lauren Bacall), ya ni siquiera hay quien se atreva a llamarse su dueño. “Manderlay es nuestra obligación moral”, se persuade a sí misma Grace. Y se pone manos a la obra, empeñada como una cruzada en darles lecciones de democracia a esas familias negras. Pero decide hacerlo por la fuerza, ametralladora en mano y respaldada por los gangsters que le proveyó su padre. Algo no muy distinto de lo que sucede hoy en Irak, por caso. “Sí, es bien claro, uno puede ver a Grace un poco de esa manera”, reconoció Von Trier aquí en Cannes. “Uno puede decir un montón de cosas horribles sobre Bush, pero no que no crea en lo que está haciendo. Bush piensa que las cosas van a mejorar de esta manera, y Grace también.” Pero, por supuesto, las cosas no terminan bien en Manderlay, como tampoco terminaban bien en Dogville yseguramente tampoco terminen bien en Wasington (sic), que en dos años más será el punto final de esta gira mágica y misteriosa de Lars von Trier por un país cuya moral oscura lo obsesiona, como ya lo venía demostrando desde los tiempos de Bailarina en la oscuridad.
En apariencia, no podría haber una película más distinta a la del danés que la de David Cronenberg (otro veterano de Cannes, por cierto, pero sin premios todavía en su historial). A History of Violence puede parecer, en primera instancia, como el film más convencional del director de La mosca, pero sin embargo esconde una increíble complejidad formal y conceptual por debajo de su superficie. Iniciada como un proyecto por encargo, a partir de un comic de John Wagner (uno de los creadores de Judge Dredd), Cronenberg se involucró en el guión y consiguió –como antes ya lo había hecho con The Dead Zone– convertir en propia una historia ajena, reactualizando la vieja “théorie des auteurs”, que dice que un auténtico autor es aquel capaz de imponerse por sobre cualquier material que se le presente. Como en eXistenZ, Spider, Videodrome o cualquiera de sus mejores películas, en A History of Violence todo parece transcurrir en un espacio que no es real sino mental, en este caso haciendo del “sueño americano” una auténtica pesadilla.
El film tiene la estructura de un western clásico, pero ambientado en la actualidad. En un pueblito perdido del Medio Oeste estadounidense, una familia como tantas vive una vida simple y feliz, hasta que es atacada por unos criminales prófugos. El pater familiae (Viggo Mortensen) reaccionará de una manera insospechada, matando fríamente a los atacantes, pero a partir de allí no sólo se convertirá en el héroe de la comunidad sino también en un personaje buscado por unos gangsters irlandeses, que creen ver en él un hombre muy distinto de quien él dice ser.
Varias de las obsesiones de Cronenberg reaparecen en su nueva película: los distintos niveles de realidad, el tema del doble y también la metamorfosis, con ese protagonista convirtiéndose en “el otro” que dicen que es, a medida que comienza una escalada de violencia que parece no tener final. Lo notable del film es que no especula con esa violencia sino que, por el contrario –un poco como Funny Games, del austríaco Michael Haneke–, obliga al espectador a reflexionar sobre su representación en el cine. Y lo hace muchas veces con un humor desconcertante, que fue lo que provocó la controversia entre la crítica. “No me sorprende que haya gente que se ría y aplauda en la proyección ante una escena de violencia”, admitió Cronenberg en la rueda de prensa. “La paradoja es que aplaudan algo que les parece repulsivo, porque estoy seguro de que la sala no estaba llena de asesinos. Me gustaría que cada uno de nosotros pudiera reflexionar sobre eso.”